Andrea Reyes de Prado | 21 de febrero de 2018
No era perversión, era pureza. Balthus no era oscuridad, recodo lúgubre, sino luz. El tópico y el prejuicio, asentados defectos del ser humano, han impuesto siempre al conde Balthazar Klossowski de Rola (1908-2001) un papel de pintor polémico y voyeurista. Hace apenas unos meses su nombre regresó al punto de mira, morada habitual, tras surgir en internet una campaña de firmas para que el Metropolitan de Nueva York retirase la pintura Thérèse dreaming (1936-1939), una de sus obras más famosas, por considerarla inmoral y degradante.
“Momentos de visión” . Ensayos de Kenneth Clark que ayudan a mirar y a conocer el arte
Mas no era perversión lo que sus lienzos hablaban, desde su misterioso y ambiguo silencio. Era pureza. “Se ha dicho que mis niñas desvestidas son eróticas. Nunca las pinté con esa intención, que las habría convertido en anecdóticas, superfluas”, escribe en sus Memorias. “Creer que en ellas hay un erotismo perverso es quedarse en el nivel de las cosas materiales. Es no entender nada de las languideces adolescentes, de su inocencia, es ignorar la verdad de la infancia. No son Lolitas desvergonzadas”. Con humor y enojo Balthus incide en esta “biografía” artística en aclarar los porqués y cómos de la que fue la temática principal de su trabajo. Un último intento por deshacer la máscara que, a estas alturas, nunca podrá quitarse del todo. Un movimiento inútil, pues quien no le haya creído antes no lo hará ahora y quien sí lo haga no lo necesitará. Movimiento inútil y al mismo tiempo imprescindible, pues saber la esencia de su pintura es saberle a él como hombre y saber un poco más del mundo.
«La conocí en 1962 en Japón. Enseguida me di cuenta de que representaba mucho para mí; nos casamos en 1967. No nos separamos nunca, cuida de mi trabajo, me aconseja.
— Andrea Reyes (@AudreyRdP) February 14, 2018
Es toda mi vida, su solicitud y su amor me mantienen vivo».
Balthus y Setsuko. pic.twitter.com/ryMclOQ7TJ
Pero no solo los ángeles, como él consideraba a sus “niñas”, ocupan las páginas de este sorprendente y luminoso libro publicado por Debolsillo en 2014 y reimpreso el pasado año 2017. La nueva entrega, que incluye una selección de fotografías del pintor, su familia y su estudio, llega en un momento propicio: por un lado, porque vivimos tiempos revueltos en cuanto a lo ética o políticamente correcto (el propio Balthus, hemos visto, es frecuente entre este tipo de discusiones) y, por otro lado, porque la Fundación Mapfre acaba de estrenar su nueva exposición; Derain, Balthus, Giacometti. Una amistad entre artistas, un recorrido muy completo y emotivo a lo largo de la trayectoria, y contagio mutuo de tres reconocidos nombres del arte del siglo XX. Pese a tener un carácter relativamente huraño y solitario, y haber trabajado siempre lejos de cualquier corriente o moda (“eres el único de tu generación que me interesa. Los demás quieren ser como Picasso. Tú no”, dijo el propio Pablo), las relaciones amistosas de Balthus fueron intensas, profundas y perpetuas, además de realmente peculiares: desde Rainer Maria Rilke o Federico Fellini a Richard Gere, Mia Farrow o Bono pasaron por su casa, por su estudio, por sus viajes, por su vida.
En estas Memorias, “dictadas” durante los últimos años de vida del artista a Alain Vircondelet en la amada casa de Rossinière, Balthus destaca la influencia que Rilke tuvo en su infancia (“alentaba mi fe indirectamente, a través de la poesía, y seguramente en ella descubrí que el mundo estaba espiritualizado, que debía buscarlo y encontrarlo en la pequeñez de las cosas y en su inmensa grandeza”), su devoción por la visión de Piero della Francesca, Giotto, Cézanne o Bonnard (“gracias a ellos aprendí que la pintura es un arte de la paciencia, una larga historia con el lienzo, un compromiso con él”) y los pilares, tanto artísticos como sobre todo humanos, que fueron para él los mencionados Derain y Giacometti (“el estudio es el lugar del trabajo. Es allí donde me recojo. Me acuerdo del de Giacometti, mágico, lleno de cosas, materiales, papeles, y una sensación general de estar cerca de los secretos. Era un hermano, un amigo”).
"Balthus, Alberto Giacometti y el pintor André Derain no se parecían en nada, pero se admiraban". Columna de Manuel Vicent. https://t.co/FEi8ALEbNz
— El País Cultura (@elpais_cultura) February 3, 2018
A través de sus palabras conocemos su persona y, tras ella, su creación. Balthus era hombre paciente, observador, exigente. Y profundamente fiel a la pintura, aquello para lo que había nacido, aquello a lo que se entregó sin duda alguna. Su forma de entenderla, expresarla y vivirla era algo más espiritual que material. La combinación de colores sobre el lienzo era únicamente la consecuencia de un proceso creativo y sagrado que sucedía antes y durante el cuadro, un proceso vital que se expandía desde el estudio a todo cuanto acontecía en su vida. “Mi obra siempre se ha hecho bajo el signo de lo espiritual”, define. “Soy un ferviente católico. La pintura es un modo de acceder al misterio de Dios. [..] Hago mucho hincapié en esta necesidad de la oración. Pintar como se reza”. La quietud y el sosiego eran algo fundamental para él: “el silencio prepara la entrada de las formas en el lienzo, las modificaciones apenas esbozadas que desvían el tema del cuadro hacia otra cosa, ilimitada, desconocida. [..] Y la esperanza de domar el misterio”.
Por eso, en 1977, junto a su segunda esposa, Setsuko, a quien adoraba, se mudó a Rossinière. Un hogar apartado del ruido, que les llamaba, como hecho para ellos, rodeado de una naturaleza que tanto les recordaba a los paisajes orientales y su mágica esencia de calma y verdad. Desde allí, donde recibía a sus amigos y donde tan concienzudamente trabajaba, tuvieron lugar estas conversaciones en las que Balthus se abrió como pocas veces había hecho antes y que deseaba poder ver publicadas antes de fallecer. Despojar de todo artificio y debate su obra y desnudar su hermosa concepción de la pintura y de la vida son los dos vértices principales de este conjunto de pensamientos y recuerdos que gustará tanto a quienes ya conocían a Balthus como, especialmente, a quienes tenían, hasta ahora, una imagen escasa, distorsionada o contaminada de él. Formas de mirar el mundo como la suya, curiosa, lenta, honesta y cuidadosa, son muy necesarias hoy.
“Retrotopía” . El testamento de Bauman para regenerar los desvaríos de la globalización
“Su arte es una religión en la que el pecado no es impío. […] Balthus no es un escenógrafo, sino un artesano que sangra el silencio, un poeta que subvierte las conveniencias. Hizo del erotismo un cántico, para decepción de mirones y papanatas”, escribe Paul Lombard en una pequeña abertura a las Memorias. La comunión profunda y sincera con el arte y con la existencia fueron la brújula que guió a Balthus a lo largo de toda su carrera. Poder ser partícipe de ello, aunque sea desde la activa pasividad de la lectura, es asistir a un instante de esperanza.