Juan Cantavella | 02 de mayo de 2017
Pocos escritores hispanos han llegado a este volumen inconmensurable de páginas, a excepción de Menéndez Pelayo y, por supuesto, Unamuno. Sus confesiones sobre las obras en las que trabajaba o las confidencias a otros escritores, como Leopoldo Alas o José María Pereda, aportan una información privilegiada sobre los recovecos de su personalidad.
¡Cuánto empeño ponía Pérez Galdós por ocultar todo lo relativo a su persona, sus proyectos literarios y hasta los pasos que daba en una u otra dirección! “¿Apostamos a que no has hecho lo que te dije de romper las cartas? Si no lo has hecho, hazlo por favor; no seas descuidada”, conmina a su amiga Concha Morell, no una, sino varias veces. Pero esta no lo hizo, las guardó y esa decisión o ese descuido es lo que nos permite tener acceso a un buen lote de cartas que hablan de tareas, ambiciones y sentimientos y que de otra manera no nos habrían dado acceso a lo que bullía en su interior. Son documentos que para biógrafos y estudiosos, pero también para sus numerosos lectores, constituyen un material de primera magnitud que permite conocer lo que de otra manera solo supondrían.
Los libros que existieron y ya no existen
Hace años que tres investigadores (Alan E. Smith, María Ángeles Rodríguez Sánchez y Laurie Lomask) se propusieron reunir el material epistolar ya conocido de Benito Pérez Galdós y añadir, después de una rebusca entre particulares y archivos, los textos que nunca se habían divulgado. Fruto de ese esfuerzo es el grueso volumen de Correspondencia que ofrece Cátedra, con 1.170 muestras de esa grafomanía que le acompañó toda su vida. Una actividad que parece cansarle en ocasiones: “No sé cuántas cartas he escrito en una semana –dirá en 1892-. Con ellas se podría formar otro archivo de Simancas”.
No son demasiados los corresponsales, pero con buena parte de ellos mantuvo una fluida relación. Aquí están los escritores Leopoldo Alas y los Álvarez Quintero, Menéndez Pelayo y Mesonero Romanos, Navarro Ledesma y Narcís Oller, Pereda y Pérez de Ayala, Unamuno y Josep Yxart. Abundan otros amigos como León y Castillo, Antonio Maura o Tolosa Latour. Sobresalen las muchas que envió a su única hija, María. Hay un caudaloso intercambio con sucesivas amantes: Lorenza Cobián, Teodosia Gandarias y Concha Morell, aunque faltan las cartas que dirigió a Emilia Pardo Bazán, tal vez más precavida que las anteriores. De ella escribió, antes de tratarla a fondo, “que tiene el inconveniente de ser mujer, y de perder por la mucha sabiduría, el encanto propio de la mujer”. Hoy tales palabras no serían políticamente correctas.
Creencias y sentimientos se desprenden de los pliegos de estas cartas, porque se expresaba con la sinceridad que usamos con las personas cercanas. A veces nos sorprenden juicios y confianzas, que revelan mucho de su interior. A Pereda le agradece el juicio benévolo sobre su novela Gloria, “con todo, hay en él una aseveración que creo injusta, y es que yo hago novelas volterianas. Precisamente lo que quería combatir es la indiferencia religiosa (peste principal de España, donde nadie cree en nada, empezando por los neo-católicos)”. Ese adjetivo le duele, porque lo considera injusto y por eso insiste y quiere precisar más, lo que hace en una carta posterior: “Nunca creía hacer una obra antirreligiosa, ni aun anticatólica, pero menos aun volteriana (…). Precisamente me quejo allí de lo irreligiosos que son los españoles”. También ofrece sus comentarios sobre las obras ajenas y no oculta lo que considera defectos en ella. De La Regenta rechaza lo que considera lujuria excesiva y en este orden le aconseja a su autor: “Es de mucho más efecto en el arte disimular el papel principalísimo que la fornicación hace en el mundo, que patentizarlo con tanta sinceridad. Hay en la obra de V. demasiada lascivia” (1885).
La relación con Clarín se revela muy cercana, por el número de misivas y por el tono que emplea. No es extraño que este le corresponda de la misma manera, a veces con juicios sorprendentes. Por ejemplo: “Cuando Galdós escribe mejor es cuando no piensa siquiera en que está escribiendo, y cuando tampoco el lector se fija en aquel intermediario indispensable entre la idea del autor y el propio pensamiento. Y Galdós escribe casi siempre así, y se puede decir que escribe… como viste, sin asomos de pretensiones, y porque no hay más remedio que escribir para explicarse”.
Galdós la tiene tomada con periodistas y críticos. De estos dice que “o no los hay, o pertenecen a la raza de los idiotas, cuando no a la de los entusiastas sin criterio, que es la peor” (1885). Ya les fustigó unos meses antes: “Los periodistas son o unos animales, o unos envidiosos, o ambas cosas a la vez”. No es un juicio muy halagador, precisamente.