Andrea Reyes de Prado | 21 de diciembre de 2018
Como un elegante y delicado broche a una relación extraña y distante, Ediciones Encuentro publica Cartas a mi madre por Navidad, la correspondencia que Rainer Maria Rilke envió a su madre cada diciembre desde 1900 hasta 1925.
Su paisaje solo podía ser alto y silencioso. Con matices de nostalgia, de anhelos, de recuerdos. De cierta luz arrojada por su talento. Pero, por encima de todo, hermosamente elevado y mudo. Así era su mirada, su caminar, así sus manos, su escribir. Así también su relación con el mundo. Y, dentro de él y especialmente, con su madre, Sophia Entz. Esta correspondencia, de la cual solo se conserva su viaje de ida, es un intenso ejercicio –mitad costumbre, mitad temeridad– por parte del poeta de aproximarse a una figura que él sabía como bella y cálida –es decir, la madre–, pero que había vivido como rígida, inalcanzable y oscura: su madre.
Sus colores solo podían ser apagados, herméticos, cercanos a la tierra. Porque Rilke vivió siempre obsesionado con una fe idealizada, y al mismo tiempo no cesaba su inquietud –y también su espíritu cosmopolita– de buscar lugares en ciudades y países donde hallarse a salvo y en calma. Lugares donde lo admirasen y protegiesen. Cartas a mi madre por Navidad recoge algunos de ellos (Roma, París, Capri, Túnez, Viena, Oberneuland –en Bremen, donde vivían su esposa y su hija– o Ronda, donde le erigimos una estatua y donde, décadas atrás, halló su ansiada paz en el encumbrado camino que lleva a la ermita de la Virgen de la Cabeza).
Desde allí, desde cada rincón de poesía y dudas, escribía a su madre: «Pasa esta fiesta inmersa en tu tranquilidad, tal y como yo la pasaré inmerso en la mía, cada uno en su habitación. Nos toca la mejor parte, pues podemos entrar dentro de nosotros mismos y, a fin de cuentas, eso es lo más navideño que podríamos desear«.
Un intento de dulcificar lo áspero, de acercarse a lo nunca admirado, de conocerse. Un intento, quizá, de redención. Porque no querer a una madre y no sentirse querido por ella era un sentimiento extraño. Y, por eso, Rilke no firmaba como Rainer, sino como el nombre que Sophia, tras la prematura muerte de su primera hija, le dio al nacer y del que siempre quiso alejarse: René, renacido. Una primera experiencia, muy similar a la que tuvieron otros artistas heridos, como Vincent van Gogh, que inició y marcó una relación donde escaseó el afecto y primó la individualidad, y donde se le intentó disfrazar con una identidad que no era suya.
Leonor Saro, traductora del libro y de quien partió la iniciativa de convertirlo en realidad, recordaba en su presentación del pasado 10 de diciembre: «Rilke siempre rememora ese momento de abrir las puertas del salón y encontrarse con esa fiesta preciosa. Es el momento en el que es capaz de mirar a Dios a la cara, de verle pequeño, de decir «esto lo entiendo, esto lo puedo asumir». Porque siempre habla de los ángeles y del Dios terrible que cumple sus amenazas, pero ese es el Dios que le hace huir. Con el que puede reconciliarse todas las Navidades, es el Dios que deja los regalos encima de la mesa y adorna el salón de una infancia que nunca fue suya […]. Todo su peregrinaje fue la búsqueda de esa inocencia que se le arrebató».
Al corazón de un poeta se puede acceder también por la prosa. Pero dicha prosa, desde la consciencia o la inconsciencia, será siempre innata e inevitablemente literaria. Y, según la descripción que el reconocido experto en literatura alemana Antonio Pau realiza en el epílogo, en Rilke todo texto es pretendidamente literario. Desde famosos poemarios como El libro de horas o Elegías de Duino, hasta el también popular epistolario Cartas a un joven poeta. Es difícil, en cualquier caso, establecer una frontera entre el sentimiento real y esa posible “pose” de poeta, esa cierta e irremediable escultura rítmica de las frases, pero cada muerte de año, y siempre desde la lejanía, Rilke iniciaba, redactaba y acababa sus misivas con palabras cariñosas.
Con la máscara propia de quien intenta aparentar lo que no es, o sin ella, desde el desnudo de un páramo silente, estas Cartas a mi madre por Navidad transmiten la voluntad de firmar la paz una vez al año, en un acto entrañable que esconde una triste pero asumida realidad: la imposibilidad de voltear algo ya inamovible.