Marcos Hermosel | 25 de diciembre de 2018
Mi nombre es Elisa T., y aun a riesgo de alargarme inútilmente, creo necesario introducir los acontecimientos anteriores a aquellos por los que se me pregunta, estableciendo así una línea coherente de hechos comprensible incluso para seres de otras especies humanas. Me disculpo de antemano por ciertas libertades líricas que me he tomado en la exposición.
Aunque matizado por la propia naturaleza de la novela como género literario, podemos decir que el relato que Houellebecq hace del biólogo molecular Michel Djierzinski, y de sus hallazgos en el campo de la duplicación genética, así como la labor divulgativa posterior de Frédéric Hubczejak, pueden considerarse bien reflejados en su título Las partículas elementales. Como relata el autor francés, la separata publicada por Nature de Prolegómenos a la duplicación perfecta de Djierzinski, una vez que se demostró precisa y fuera de toda duda, provocó tal inercia vertiginosa en los acontecimientos posteriores, y resultaron estos de tal envergadura, que nadie dudó ya de que comenzaba una nueva era histórica.
Lo que pocos se atrevieron a vislumbrar, al menos al principio, fue que en realidad lo que se avecinaba era el final del ser humano, y el principio de una posthistoria protagonizada por otra especie humana cuyo ADN, se demostraba ahora, podía reescribirse de forma estructuralmente estable, impermeable a perturbaciones y mutaciones.
Nacía así una especie inmortal que convivió, al menos durante un tiempo, con el ser humano no mutado. Pero este continuaba resentido por su propia imperfección, e hizo gala de sus seculares defectos: su naturaleza irascible, su inmensa capacidad de destrucción, la necesidad de regodearse en el sufrimiento y la insatisfacción, la culpa, caída sobre la frente del ser humano como una flecha afilada. Su desaparición casi completa fue inevitable, y así comenzó la edad de los dioses, como nos gustaba llamarla. Una era apacible y con un significado sencillo, estirado diáfanamente a través de las primeras décadas de la nueva época. Se olvidaron las rémoras que habían lastrado el vuelo de la especie humana extinta y los nuevos hombres miraron hacia el futuro, conscientes de ser dueños de su destino. Se olvidó buena parte de lo humano, o se almacenó en tristes museos de la memoria, como los antiguos humanos guardaban los huesos de sus monos.
El primer signo de alarma se dio con un sujeto de nombre Calisto G., parece ser que enfermó. Nadie había enfermado nunca de importancia. Se postró en cama, miró hacia arriba y señaló que se encontraba cansado, aunque no exactamente cansado. Luego dijo que estaba triste. Fue el primero de un enorme número de neohumanos que caían en cama, y veían su respiración entorpecida, su energía disipada. El primero que murió no fue el propio Calisto, sino un joven de rostro afilado y mirada cándida, Venancio T. se llamaba, y se fue apagando lentamente.
El caso V. T. alertó a los neohombres. La muerte era un acontecimiento prácticamente desconocido para nosotros. Es cierto que se producía en ocasiones, habitualmente por accidentes, pero apenas trascendía, se ocultaba a los demás y los cadáveres se duplicaban rápidamente. El problema ahora era la ignorancia. No sabíamos qué estaba pasando. El enigma cobró importantes dimensiones cuando se recogieron las últimas palabras del moribundo. Parece ser que un testigo era capaz de asegurar que había susurrado “echo de menos a mis padres”. Resultaba imposible que un neohumano pudiera haber afirmado tal sinsentido. Papeles tan rudimentarios como el de padre y madre se desecharon con el cultivo genético de la nueva raza, por lo que no solo no se entendía que nadie pudiera echar de menos a padres que no había tenido, sino que comprendiera apenas el significado de tal palabra.
Se nombró a un comité de expertos para investigar lo que pasó a denominarse “el mal”. Después de largas sesiones de entrevistas, análisis y elucubraciones, la científico encargada de la investigación, la doctora Katherina H., compareció en rueda de prensa explicando que el germen del mal radicaba en una extraña enfermedad melancólica, muy relacionada con la nostalgia: una antigua dolencia de los preneohombres. Ulteriores investigaciones explicaron que el antiguo ciclo de nacimiento y muerte, unido a los cambios naturales y al envejecimiento, de maduración, de fertilidad y su pérdida… creaban en el antiguo humano una paradójica emoción de progreso, de perfeccionamiento, a la par que de aproximación a la finitud, a la muerte.
Las autoridades intentaron generar artificialmente esa sensación cíclica, o espiral, de camino hacia algún objetivo. El neohombre, se concluyó, no tolera el sopor de la quietud. Se integraron festividades como las antiguas humanas, coincidentes con los cambios de tiempo; se celebraron nuevos rituales; pero los posthumanos se daban cuenta de que estaban vacíos, que eran solo una pura forma sin tradición ni pueblo. La gente seguía muriendo.
Me pidieron que hiciera esta especie de informe quizá porque fui un poco más allá. A pesar de que el amor romántico se consideraba una práctica de mal gusto, yo me había enamorado de un hombre que sufría la extraña dolencia melancólica. Lo veía marchitarse en su cama, sentía cómo su resuello se hacía delgado como un papel. Consulté algunas informaciones, gasté mi dinero y le llevé a un extraño viaje. En ciertos rincones oscuros de Europa oriental aún vivían comunidades de humanos. Con algunas precauciones, parecía difícil que se dieran cuenta de que éramos otra cosa, y más con mi acompañante enfermo.
Eran los últimos días de diciembre y arreciaba el frío. Sobre las casas viejas, construidas con pedazos de ladrillos y placas de cal amarillentas, caía una nieve mortecina, inusualmente lenta. Gerardo S. avanzaba despacio, apoyado sobre mí. De pronto se detuvo, absorto, paralizado. Me alarmé, pensando que la apoplejía era fulminante. Después miré hacia donde él miraba. Tras una ventana, iluminado por un par de velas blancas, tres figuras pequeñas decoraban el alféizar: un hombre, una mujer y un niño. Me di cuenta de que aquella simplicidad escondía un misterio. Gerardo S. se mantuvo de pie, inmutable, durante horas, contemplando aquella formidable relación de tres personas de barro. El color volvía a sus mejillas y la respiración se fortalecía.
Poco más puedo añadir a mi informe. Cenamos en aquella casa, hablamos con los hombres, con las mujeres, con los niños. La señora trajo una sopera caliente. Tenía un olor primitivo, a tierra o a sabia, que se unía al sudor y al cieno de la ropa de los comensales. La mujer sirvió los platos y, mientras lo hacía, pude ver una verruga con pelos en la mejilla izquierda. Vi errores, malformaciones, tumoraciones y, sobre todo, el envejecimiento que torcía las espaldas de los viejos, surcos entorno a los ojos, a los labios. Callaron todos y elevaron al cielo una acción de gracias. Después comieron con apetito y gritaron y cantaron. Mientras los contemplábamos, Gerardo S. susurró una palabra, con la cara visiblemente emocionada dijo solo una palabra: “Criaturas”.