Andrea Reyes de Prado | 03 de abril de 2018
Muchos años más tarde y muy lejos de casa. Pero se cumplió. El sueño de Vincent van Gogh de crear un hogar donde artistas de distintos lugares y estilos convivieran se ha materializado en las salas de la Fundación Mapfre de Madrid, a través de su exposición Derain, Balthus, Giacometti. Una amistad entre artistas. Llamativa, original y exigente propuesta que nos acerca tanto a la obra individual como a la visión conjunta de tres importantes –aunque no demasiado conocidos– artistas del siglo XX.
Balthus (1908-2001) y Alberto Giacometti (1901-1966) quedaron asombrados ante la personalidad del gran André Derain (1880-1954), quien tras la guerra estaba virando sus lienzos desde el colorido fauvismo, movimiento del que fue protagonista, hacia un estilo más realista y “bizantino”. Enseguida vieron que algo grande y esencial poseían en común, y no dudaron en ponerse en contacto con quien sería su “mentir”. Surgió así, como una llamada espontánea y necesaria, una amistad que tanto en el plano creativo como en el humano enriqueció a los tres, a su círculo de amistades y a todos sus discípulos.
En 1906, en la National Gallery y el British Museum de Londres, Derain descubrió obras procedentes de todo el mundo.
— Fundación MAPFRE (@fmapfre) March 20, 2018
A partir de entonces, la renovación de su arte se basó en la mezcla de distintas fuentes culturales.#expo_DBG pic.twitter.com/7vgP6vWvnZ
Como sombras experimentales, cada uno procedía de una escuela y una vivencia creativa que nunca llegaría a enjaularse por completo en un mismo gesto. Derain se había formado con Matisse, Vlaminck o Manguin, seguía la estela de Cézanne, bebía del cubismo y el primitivismo y actualmente está considerado uno de los padres del fauvismo. Balthus, educado por Rilke y fiel devoto de Massaccio, Della Francesca, Courbet o Bonnard, posee una inseparable fama de pintor pervertido y provocador pese a concebir la pintura como un acto profundamente sagrado. Giacometti, indeciso, nervioso y unido siempre al surrealismo, convirtió sus delgadas e intrigantes esculturas en metáforas de la desorientación humana. De todo ello creció un versátil diálogo de miradas, cualidades y texturas que durante unos meses puede contemplarse y dejarse jugar en esta fantástica exposición que acoge unas 190 piezas (entre pinturas, esculturas, dibujos, grabados, decorados para teatro, fotografías…) procedentes de 32 prestigiosas colecciones internacionales.
Una mirada común a la tradición figurativa.
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Paisajes, figuras y bodegones.
Retratos cruzados de sus amigos y modelos comunes.
Todo en #expo_DBG. pic.twitter.com/Gupc5mjjTg
Encuentro, amistades comunes, mirada al pasado y una modernidad diferente son las cuatro claves que la Fundación destaca de la muestra, cuyo mayor reto es justificar el porqué de esta curiosa reunión artística: “la filiación de Derain es, sin duda, más importante de lo que pretende la historiografía oficial. El mapa del arte del siglo XX todavía no se ha dibujado por completo. Más allá de la relación personal entre estos tres artistas, la exposición trata de mostrar lo lejos que estamos de haberlo visto todo y el desconocimiento que aún existe de algunas influencias”, explica Fabrice Hergott, director del Musée d’Art Moderne de la Ville de París. Jacqueline Munck, comisaria, completa: “los tres revitalizan los temas antiguos –retrato ‘mundano’, bodegón, paisaje y escena de género– en grandes composiciones con personajes donde merodean las figuras mitológicas y son omnipresentes las del pintor y su modelo, en la proximidad aparente de lo cotidiano o de la calle”.
“Para el espíritu no existe pasado ni presente, el espíritu es un inmenso presente.", André Derain.#expo_DBG. pic.twitter.com/WycyO00mjb
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Pero más allá de las coincidencias “inmediatas” (un difícil contexto histórico de reconversión, reflexión y regreso a la esencia humana, un mismo entorno social, una temática similar, personalidades compatibles), el elemento más fascinante que los tres amigos compartían era el carácter hermosamente bélico y estético de su yo artista. La “pelea” cara a cara con el blanco inmaculado del material por la perfección que en su mente ya se había cumplido. Obras como La lección de guitarra de Balthus (1934) o Gran bacanal negra de Derain (1940-45) dejan entrever esa pausada furia; furia detenida a punto de alcanzar su éxtasis que constituía el bailar jornada tras jornada con la pintura. “Giacometti se vuelca en su trabajo de una forma excepcionalmente intensa y absoluta. Nunca le abandona el impulso creativo, no le deja ni un momento de paz”, cuenta James Lord, conocido de los tres artistas, en Retrato de Giacometti (Antonio Machado Libros, 2016). “Cuando veo una exposición de mis cosas –contó a Lord durante una de las sesiones de elaboración de un retrato– soy el primero que se da cuenta de que son mejores que las de otros artistas. Pero también sé que no tienen absolutamente ninguna relación con lo que a mí me gustaría hacer, así que, en consecuencia, pienso que no valen nada”.
En 1936, Balthus pintó un extraordinario retrato de cuerpo entero de Derain.
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Ese año se estrecharon los lazos de amistad entre los tres artistas.#expo_DBG pic.twitter.com/s9P9joYeBm
La insatisfacción, la incansable búsqueda, el anhelo del culmen. La constancia inevitable de la vocación. “No me da miedo la muerte ni la agonía –afirmaba Balthus en sus Memorias (Debolsillo, 2017)–; lo que me da miedo es que me lleve cuando estoy trabajando, su llegada inoportuna”. En toda su producción, semejante entre sí como si cada escena y cada personaje formasen parte del mismo cuento, hay una fuerza sin nombre que logra mantener la espiritualidad del ambiente al mismo tiempo que hace brotar bajo ella una presencia física irrevocable. Todo en Balthus, así como en Derain y Giacometti, contiene un poderoso misterio que se adhiere a la vida con fiereza y determinación. Como negando la finitud de su destino físico, como negando ualquier tipo de muerte. Aferrándose a lo inacabado, a la agitación. Ese es el elemento común más escondido y significativo: su arte, predominantemente figurativo, “intensifica la presencia del modelo u objeto, otorgando una sensación de gran materialidad física”. Escenas como Geneviève con una manzana de Derain (1937-38), en apariencia dulces y tranquilas, laten en realidad con una potencia de colores y pinceladas, tan delicadas y bruscas en su precisión, que asombran, incluso intimidan, la vista que las contempla. Por ello, por esa vibración tan intensa que solamente de manera presencial se percibe y produce, la visita a esta exposición resulta una más que recomendable experiencia.