Ricardo Morales | 03 de agosto de 2017
Los mapas de la Casa Blanca -el principal centro de operaciones políticas del mundo occidental- ubican en el ala este del edificio la oficina de la primera dama, el servicio de correspondencia personal del presidente, un teatro, el centro de visitantes y un hermoso jardín bajo el nombre de Jacqueline Kennedy.
Las funciones que se llevan a cabo en este hemisferio podrían tildarse de menores si se compara con lo que se cuece en el otro extremo, donde nos encontramos con el despacho oval, el gabinete presidencial y la apodada como habitación del pánico o sala de situaciones. Algo parecido ocurre en el mundo de la ficción televisiva.
They're nowhere close to being done. #DesignatedSurvivor pic.twitter.com/pPMxZo63TA
— Designated Survivor (@ABCDesignated) May 20, 2017
Por un lado, el Ala Oeste de la Casa Blanca. La serie que puso a Aaron Sorkin (The Social Network, The Newsroom) en el mapa de los grandes narradores de ficción audiovisual estadounidense y a Martin Sheen en la cima de su carrera actoral, interpretando al presidente Josiah Bartlet. La serie que entretuvo, capítulo a capítulo, durante más de siete temporadas a la audiencia de la NBC. Una de las producciones con más Emmys de la historia.
Por el otro lado, como si estuviera en el ala este –el lugar de las cosas importantes pero sin especial relevancia para el mundo libre- tenemos a Designated Survivor. Una serie que, a lo largo de su primera temporada y a falta del estreno de los últimos cuatro capítulos, ha ido paulatinamente de más a menos.
El último experimento de política ficcional de Netflix ha ido perdiendo fuelle de forma sistemática por un no sé qué extraño en la propuesta de guion. Por la precipitación de los hechos narrativos. Por la falta de credibilidad de sus personajes que, por un momento, parecen saltar de franja horaria y colarse en gesticulaciones de culebrón policíaco o, lo que es lo mismo, en la serie b de los thrillers de sábado por la tarde.
La historia comienza con un hecho trágico. Un atentado contra el Capitolio acaba con la vida de los principales representantes políticos de la nación.
Según la vigesimoquinta enmienda de la constitución del país norteamericano, la sucesión a la presidencia en caso de fallecimiento del presidente será por el cauce natural sucesorio (vicepresidencia, presidente de congreso, del senado, etc). Así hasta dar con un miembro acreditado para poder ejercer el papel de gobernar la nación. Esta ingente responsabilidad recae en el único superviviente del gobierno: un independiente, Tom Kirkman (interpretado por un sólido Kiefer Sutherland), secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano, al cual el puesto le queda grande por todos los lados.
La imagen de Kirkman jurando su cargo en sudadera y vaqueros no tiene desperdicio.
Desde entonces hasta el ecuador de la primera temporada, la historia se sostiene por la incertidumbre y tensión de averiguar qué diablos ha pasado con el Capitolio, quiénes son los artífices de este atentado, las incompetencias de Kirkman, los enfrentamientos con el jefe del Estado Mayor de Defensa y la nobleza con la que desempeña un cargo que tiene que conquistar poco a poco, con humildad, sin poder proponer más que medidas reactivas en un estado de guerra.
Despejadas las incógnitas de forma torpe, cuando uno de los personajes principales muere de forma un tanto ridícula y precipitada, nos empezamos a sentir con el aturdimiento de la última temporada de Prison Break. Del último capítulo de Lost.
Actores secundarios flojitos, acción y efecto con tintes cutrones, gags de patriotismo un tanto exasperante. Un aturullamiento al espectador con datos y referencias de política interna que, en el momento en el que se ponen en contraste para abrir la siguiente puerta de la trama, pierden gas por todos lados. La acción es un tanto zafia. Los arquetipos son una caricatura de auténticos funcionarios públicos.
"My God." #DesignatedSurvivor pic.twitter.com/CKGLrox119
— Designated Survivor (@ABCDesignated) May 18, 2017
En definitiva, una amalgama de serie b mala que parece emular, desde otra perspectiva, a House of Cards y The West Wing. Lo que ocurre es que no tiene ni la estética ni el desgarro de la primera ni la solidez y fuerza moral de la segunda.
Tras finalizar cada capítulo -muy efectistas, eso sí, pues quieres ver si el siguiente tiene algo más que dar- da la sensación desagradable de estar dedicándole demasiado tiempo a una tarea que sabes dónde va a acabar. En una decepción anunciada desde hace tiempo.
Por sentado que hay momentos de entretenimiento (como en casi todas las series contemporáneas), discursos loables (como en casi todas las series contemporáneas), una cabecera sencilla pero atractiva (como en casi todas las series contemporáneas) y un trabajo adecuado en la coordinación coral del equipo de actores que rodea a Sutherland. De no ser así, ABC y, por consiguiente, Netflix, no se la jugarían a producir y distribuir una segunda temporada.
En cualquier caso, no es serie para meterte en vena. Más bien es un complemento de consumo audiovisual para una comida rápida de tupper o una noche sin grandes expectativas de ocio.