Fernando Ariza | 03 de julio de 2018
Este mes de julio celebramos el nacimiento de Franz Kafka. Cumpliría 135 años. Teniendo en cuenta los presagios de los gurús del envejecimiento, no sería descabellado pensar que aún podría seguir vivo. Imagínense.
Porque todo el mundo conoce a Kafka. Es uno de esos escritores que han logrado crear un adjetivo con su nombre (y que es, junto con “surrealista”, de los que más incorrectamente se utilizan). También es uno de esos pocos artistas que han logrado ascender a la categoría de souvenir. Quién no hay hecho un viaje a Praga y no ha vuelto con la característica camiseta con la estampa del escritor, de manera muy similar a lo que hacen las niñas con la princesa Frozen. Al menos ellas han visto la película.
Pero que sea un icono pop y un adjetivo cultureta tiene cierto sentido, porque Kafka es un autor de una gran complejidad interpretativa. Prueba de ello son los intensos y variados debates académicos sobre el significado de su obra, o que haya sido fuente de inspiración de escritores tan distantes como Jorge Luis Borges y Jean Paul-Sartre.
Y es que Kafka no se acaba nunca. Podemos leer La transformación en la adolescencia y descubrir nuestro alter ego en el incomprendido Gregor Sansa, que seguro tenía la cara de Kafka. Diez años después, leemos El proceso y descubrimos que también somos ese Josef K. atrapado en un sistema social del que no podemos escapar; o, con más edad, nos topamos con su Carta al padre cuando abrazamos sobrecogidos a nuestro primer hijo. En fin, ya peinando pocas canas, incluso, podríamos leer sus relatos breves, menos conocidos pero extraordinarios, y descubrir el misticismo y la lírica que encierran.
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Algo fascinante de un autor tan fuera de lo común es descubrir que sus mejores obras nos han llegado casi de casualidad, pues antes de morir (como todo artista-icónico murió joven, y de tuberculosis para darle más intensidad al mito) obligó a su mejor amigo, Max Brod, a quemar todos los manuscritos en los que llevaba años trabajando. Afortunadamente, no le hizo caso.
Se ha dicho que Kafka es esencial para entender el siglo XX y su obra explica, como buen visionario, muchos acontecimientos que le vinieron tras su muerte en 1924: nazismo, comunismo, guerra fría…, hasta podría vislumbrarse la posmodernidad social y cultural de los años del deshielo ideológico, allá por los años sesenta. Sin embargo, me parece que también es un autor muy siglo XXI: uno de los aspectos comunes a su obra es la soledad del individuo. Y, si hay algo probable, es que estamos entrando en un mundo en el que la soledad anda agazapada detrás de cada cientos de amigos, contactos, likes, emoticonos y chats colectivos que poseemos y por los que vivimos. Leer a Kafka nos ayuda, al menos, a eliminar esa máscara de éxito social y reconocer que podríamos transformarnos en una inmensa población de insectos solitarios.