Jorge Martínez Lucena | 27 de noviembre de 2018
Acaba de morir en Roma Bernardo Bertolucci (1941, Parma-2018, Roma), uno de los cineastas italianos más reconocidos internacionalmente de todos los tiempos. Cosechó el máximo reconocimiento de la industria cinematográfica, con aquel taquillazo que fue El último emperador (1987), merecedor de 9 Óscar por parte de la Academia.
Sin embargo, su obra no fue nunca la de alguien que fabricase largometrajes como longanizas con la única intención de venderlas. Lo suyo fue siempre el cine de autor, el arte en un sentido amplio. Lo anunció su temprana vocación poética, heredada de su padre, que continuó expresándose incluso cuando decidió cambiar las palabras por la cámara y los planos inolvidables.
Sus escarceos con el cine comenzaron con su amistad con Pier Paolo Passolini, para quien hizo de asistente de producción en Accattone (1961). Desde aquellos egregios inicios se lanzó a un camino de búsqueda en el que se fue afrancesando, hasta ser el máximo exponente de lo que se dio en llamar la gauche divine italiana.
En la estela ideológica de Sigmund Freud y de Karl Marx, toda su filmografía está teñida por una sospecha frente a la vida y la herencia recibida. Por eso criticó las costumbres y la tradición, se encaramó en todos los púlpitos revolucionarios, tanto sexuales como políticos, vivió la decadencia y el desengaño de todos los «ismos», y documentó como pocos el naufragio del sujeto posmoderno.
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En nuestra España franquista, su cine impactó especialmente con aquel irreverente El último tango en París (1972): por un lado, un maduro Marlon Brando; por el otro, la jovencísima y hasta entonces desconocida Maria Schneider; ambos protagonizando escenas eróticas tabú, que la izquierda iba a ver a Perpiñán para sacarse el carné de progresista.
Bertolucci siempre mantuvo ese interés visual por desafiar al conservadurismo. Lo ponen en evidencia filmes posteriores, como El cielo protector (1990), protagonizado por dos grandes de la pantalla como Debra Winger y John Malkovich, que encarnaban a un matrimonio decidido a recuperar la pasión perdida. O la muy posterior Soñadores (2003), en la que Eva Green se convertía en una nueva Venus de Milo, el hipnótico vértice de un desenfrenado triángulo amoroso, adolescente e incestuoso, en pleno Mayo del 68 francés.
Además de dichas recurrencias lúbricas, su obra también intentó significarse en la lucha política contra las injusticias y la desigualdad. El mayor ejemplo de esto es Novecento (1976), su gran fresco cinematográfico, con más de 5 horas de duración, sobre la lucha de clases en la revolución industrial italiana. En tal obra magna, en la que participaron grandes monstruos de la pantalla como Robert De Niro y Gérard Depardieu, Bertolucci desencadena toda su capacidad narrativa en una epopeya en la que se desgranan, con paciencia, detenimiento y minucia, los sufrimientos de los más desfavorecidos.
Pese a todo, lo más valioso de su legado es su camino personal, que acaba declarando toda su expedición vital y creativa un inevitable cul de sac. El ataque sistemático al statu quo moral de Occidente acaba depositando todas sus esperanzas en la juventud, cuya inocencia sin mácula cultural aparece siquiera intuida en Belleza Robada (1996), cuando Liv Tyler todavía no era la elfa Arwen.
Sin embargo, dicha confianza en las nuevas generaciones, por muy estetizante que sea, se torna en insoportable impedimento sobre los hombros de sus propios personajes, adolescentes incapaces de reformular el mundo ex nihilo. Lo vimos ya en Soñadores, donde la ansiedad libertaria intoxicaba toda posibilidad de futuro. Y lo volvimos a ver en su última creación, Tú y yo (2011), en la que los protagonistas fracasaban en su intento naif de refundar el sentido de la existencia desde un sótano oscuro, que se hacía inquietantemente metafórico.
La obra de Bertolucci, en suma, escenifica las cuitas y pulsiones de una determinada izquierda posmarxista, heredera del Mayo del 68, que, podríamos decir, hoy muere con él. Y, sin embargo, pese a llevar años impedido por la enfermedad, su última intuición se convierte en una interesante herencia, aun en forma de enigma de urgente actualidad: tras el completo derribo del sujeto moderno y la frenética orgía desencadenada sobre sus mismas ruinas, ¿cuál va a ser ahora la piedra angular?