Fernando Ariza | 19 de julio de 2018
Cuando se cumplen 200 años de la publicación de Frankenstein, la figura del monstruo de Mary Shelley ha perdido parte del sentido con el que fue concebido. El texto advierte de los peligros de la ciencia sin conciencia.
Este año se cumple el bicentenario de la novela inaugural de la ciencia-ficción: Frankenstein. Ya solo por eso merecería ser recordada, pero el libro resulta ser, además, una narración con una gran vitalidad y enorme pervivencia. Mary Shelley, cuya vida acaba de ser llevada a la gran pantalla, creó un mito que se ha instalado perfectamente en la cultura popular: se han filmado casi un centenar de versiones y su aparición en programas televisivos, cómics y series es incontable. La imagen del monstruo de Frankenstein está grabada en nuestra retina junto con otros seres góticos, y probablemente siga así por muchas generaciones. Lamentablemente, esa popularización se ha logrado mediante una necesaria simplificación de la historia. Y hoy por hoy nos parece que el mito ha quedado algo degradado o, al menos, se ha alejado de la idea original. Por una razón de justicia histórica, y también porque el libro original tiene mucha más fuerza e interés que la versión low cost que probablemente compartimos, vamos a señalar los aspectos que más han cambiado a lo largo del tiempo.
La cultura popular ha hecho estragos principalmente en el monstruo. En primer lugar, ha hecho uso libre de la metonimia para confundir al creador con el creado. Victor Frankenstein es el hacedor del monstruo, pero su criatura no tiene nombre en la novela. Si alguien pretende ir de Frankenstein el próximo Halloween, debería disfrazarse de joven, cobarde y desorientado científico. Tampoco en la novela se describe detalladamente su aspecto, solo se dice que es profundamente desagradable. La imagen de gigante de cabeza cuadrada, piel verde, pies planos con enormes plataformas y unos tornillos surgiendo de las sienes está provocada por la exitosa caracterización que hizo el actor Boris Karloff, allá por los años treinta. Por otro lado, el monstruo no es malvado, al menos al principio. Nace como un ser casi angelical, tan pacífico que incluso es vegetariano y con una gran sensibilidad tanto humana como artística. La perfecta encarnación del buen salvaje de Rousseau. Es solo su conocimiento de ser rechazado por su creador, y más tarde por el resto de humanos, lo que lo envilece.
El verdadero malvado de la historia, si ha de haber uno, sería el doctor Frankenstein. Existe un numeroso club de científicos que terminan castigados por su orgullo al intentar romper con las leyes de la naturaleza. Nuestro protagonista forma, junto con Fausto y Jekyll, el núcleo más ilustre. De hecho, generalmente se suele interpretar el libro como una crítica al desordenado afán de conocimiento y, aunque lo sea en parte, el castigo de Frankenstein no está provocado por dar vida a un ser formado de cadáveres, sino por desentenderse de su criatura. Muchos olvidamos el título completo de la novela: Frankenstein o el moderno Prometeo, donde la conjunción no significa separación sino identidad.
Prometeo fue el titán alfarero que modeló a los humanos con barro y después robó el oro de los dioses para que pudiéramos disfrutarlo. Aparentemente no es una figura negativa y si Mary Shelley lo compara con Frankenstein es porque ambos son creadores de vida y dadores de fuego. El error de Victor no estuvo en investigar, sino en dejarse llevar por la irresponsabilidad. El libro no critica la tecnología ni la investigación científica, sino su uso sin conciencia. Estamos en un momento de grandes avances: los famosos GNR (genética, nanotecnología y robótica) están cambiando nuestra realidad más profunda y solo de nosotros depende que nos mejore o que nazca un monstruo que nos destruya.