Gonzalo Moreno | 12 de noviembre de 2017
En nuestro tiempo, todos los trabajos llevan un manager dentro. Por eso, es una revelación conocer cómo eran los managers antes de que el management existiera. A eso nos conducen los pasos centenarios de Hildegarda Burjan, donde se descubre una precursora para la gestión y el liderazgo. Una lideresa, que diría un castizo. Pero mucho más que eso.
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— CEU Ediciones (@CEUEdiciones) October 27, 2017
Hildegarda fue una de esas almas-lámpara de las que hablaba Herrera Oria, que se encarnó en una mujer de cuerpo frágil y voluntad de hierro. En un tiempo en que la mujer tenía el margen justo para la casa, los paseos y los juegos florales. Pero que consiguió romper el cerco de la universidad, de la política, de la burocracia, de la clase dominante y también de la Iglesia. No a través de cuotas o de la abolición del patriarcado, sino con una conversión radical desde el corazón. Siendo mujer, triunfó entre hombres. Siendo esposa y madre, se puso al frente de una comunidad de mujeres consagradas. Siendo judía, la Iglesia católica la ha elevado a los altares.
La conciencia del parlamento. Vida y obra de la beata Hildegarda Burjan | Ingeborg Schodl | CEU Ediciones | 2017 | 266 pp | 15€
Hildegarda había nacido en la silesia prusiana, en 1883. Desde la coqueta Görlitz, hoy frontera entre Alemania y Polonia, pasó por Berlín y Zúrich para terminar en Viena como la primera mujer conservadora en abrir las puertas del Parlamento. Un paso corto pero histórico que allanaría el camino para muchas otras en la política europea. Y fue en el contexto político y social más traumático de la historia de Austria, tras perder la Gran Guerra el Imperio Austrohúngaro y 700 años de dinastía Habsburgo. Porque no se ahorró ninguna de las contradicciones que envuelven la política contemporánea: disciplina ciega de partido, adversarios de fuera y enemigos de dentro, incapacidad para el reconocimiento de las iniciativas benéficas del otro. Nada nuevo, ni más difícil, ni menos exigente que en nuestros días.
Ahí está su defensa categórica del voto en conciencia, las iniciativas compartidas con la socialista Adelaida Popp, su compasión cuando algún ministro del propio partido se refería a ella como “esa cerda judía prusiana”. Una labor hercúlea, inspirada y generosa. Y, además, estando sola.
Por eso, las costuras de la vida política se le quedaron pronto pequeñas. Sus dotes para la diplomacia, el mecenazgo y la caridad estaban combinadas con un talento innato para la organización, la asertividad y la gestión. No es una cuestión de sofisticados cursos de liderazgo, sino de una transformación interior profunda. Un carácter genial que daría frutos más allá de la política y que dejaría huellas profundas en la vida social. Huellas de excelencia que llegan hasta hoy.