Vicente Navarro de Luján | 13 de marzo de 2017
Hay todo un sistema educativo, inestable y desorientado, que lleva a los chavales a otras cosas, que reduce su conocimiento a la imagen, que esteriliza su imaginación con lo ya dado en la pantalla, hurtando lo imprevisible e imaginativo de un libro.
En las postrimerías del franquismo, el ilustre psiquiatra y catedrático valenciano Juan José López Ibor revolucionó las bibliotecas domésticas de la clase media española al publicar en la Editorial DANAE su muy reeditada obra titulada El libro de la vida sexual. Es uno de los acontecimientos editoriales más notorios de nuestra escasa vida libresca, hasta el punto de que los sociólogos del momento y los cineastas de la época (años setenta), cuando intentaban reflejar lo que era el habitual ajuar doméstico de una familia de clase media, hacían un barrido con la cámara por la escueta estantería de la familia en cuestión y siempre encontraban dos ejemplares de libro que ocupaban un destino preferente, muchas veces único, en los anaqueles: el libro, ya citado, del profesor y una edición lujosa e inmanejable de la Sagrada Biblia. Se trataba, normalmente, de dos libros asiduos en los momentos de la boda, uno regalado indistintamente por los padres del contrayente o su cónyuge (me refiero al del profesor López Ibor), temerosos de que el neófito matrimonio no supiera dónde tenía cada cual la mano derecha, y la edición bíblica era cosa del sacerdote amigo oficiante en la ceremonia, que se explayaba con una edición del libro santo absolutamente inservible.
En aquellos años, cuando yo visitaba tras la ceremonia nupcial la casa de unos recién casados, como lector que soy me gustaba hurgar por las bibliotecas de la nueva pareja y me hallaba con los dos ejemplares descritos perennemente presentes: la enorme Biblia, decorada en plata en su dorso, impoluta, sin apenas usar y con algunas páginas aún sin abrir con las hojas pegadas, y el libro de López Ibor más usado, pero tampoco mucho, lo que mostraba que la práctica había derrotado a la sabia teoría.
El doctor Juan José López Ibor revolucionó las bibliotecas domésticas de la clase media española al publicar su muy reeditada obra titulada El libro de la vida sexual
Los que somos lectores sabemos bien que los libros espectacularmente editados no son de uso habitual, porque su peso y diseño disuaden de la tenencia en la mano, mientras que las ediciones frágiles y livianas son las que han construido nuestra poca o mucha afición a la lectura.
Digo todo lo que antecede a propósito del último baremo de lectura en España publicado por las autoridades del ramo, que reproduce fundamentalmente los índices de lectura en nuestro país de las últimas décadas y que nos sitúa casi a la cola de Europa, solo seguidos por Grecia y Portugal. Ni leemos libros, ni prensa, ni publicaciones de diversos tipos. Sencillamente, no leemos; más del 40% de la población española no lee.
¿Cuál es la razón? Compleja, seguramente la respuesta. Algunos dirán que los índices de lectura más altos se dan en finlandeses, daneses, suecos y nórdicos, por razón de que la propia meteorología invita a la permanencia en casa junto a la chimenea, una buena bebida espirituosa y un contemplar lánguido a través de la ventana de la nieve que cae lentamente. O sea, que lo de leer libros sería propio de ámbitos fríos, explicación antropológica que nos dejaría tranquilos y renuentes a abandonar la sana costumbre de la siesta. Pero, parece que no es así, sino que estudios de OCDE y UNESCO nos hablan de cifras increíbles de lectura en países que no bajan de temperaturas tropicales, con resultados tan admirables como los de India (con un 39% de analfabetismo), donde el promedio de lectura de los alfabetizados ronda las 10,70 horas de lectura por semana, Tailandia con 9,4 horas, o Filipinas con 7,6 horas. Y no creo que por allá nieve cada día.
Parece que lo de leer sería propio de ámbitos fríos, explicación antropológica que nos dejaría tranquilos y renuentes a abandonar la sana costumbre de la siesta
El problema no es el clima, aunque pueda ser un elemento circunstancial referente, sino unos comportamientos adquiridos en diversos ámbitos. El primero, es la casa, el hogar. Si uno vive en un espacio donde desde pequeño observa una acción continuada de padre y madre asidos a un objeto concreto que llamamos libro, seguramente, aunque sea por curiosidad, nos acercaremos a ese adminículo y lo intentaremos descubrir. En mi infancia, los domingos y festivos se iniciaban con la visita a un espacio valenciano conocido como la Plaza Redonda (que aún existe), donde yo iba invirtiendo mis pequeños ahorros en la compra de tebeos –grandiosa tradición de ilustradores y editores–, que devoraba nada más llegar a casa. Luego, con más edad, me fijaba en las ediciones ilustradas de Bruguera, hasta llegar a ser capaz de leer de corrido textos sin ilustraciones y luego llenar mi mente de pura letra impresa sin aditamento alguno, de sentir al fin el placer que significaba la pura lectura de los libros. Hay todo un sistema educativo, inestable y desorientado, que lleva a los chavales a otras cosas, que reduce su conocimiento a la imagen, que esteriliza su imaginación con lo ya dado en la pantalla, hurtando lo imprevisible e imaginativo.
Así aprendí a leer: en casa, viendo lectura asidua; en la calle, comprando tebeos; en el colegio, entendiendo que el libro era un regalo por mi esporádico buen hacer y no un castigo; en mi adolescencia, edificando mi universo imaginativo tras sucesivas palabras impresas, negro sobre blanco.