María Rodríguez Velasco | 14 de noviembre de 2018
El Museo del Prado aprovecha la restauración de «La Fuente de la Gracia» para centrar la obra en una exposición que revela todo su significado. Una tabla detallista en la que cada pincelada tiene algo que decir.
Hasta el 27 de enero de 2019, el Museo del Prado nos invita a una pequeña exposición monográfica para acercarnos al contexto histórico artístico de una de las joyas de su colección, La Fuente de la Gracia (h. 1440-1445), recientemente restaurada.
El cristianismo ha generado una riquísima cultura de la que se hacen eco de forma privilegiada las manifestaciones artísticas, especialmente aquellas que nos invitan a trascender su apariencia estética para abrirnos a un sinfín de significados. Así se observa en las tablas pintadas por los primitivos flamencos del siglo XV, quienes, desde la apariencia de lo cotidiano y con una minuciosidad técnica propiciada por su dominio del óleo, nos introducen en discursos pictóricos de gran simbolismo. Esto se aprecia en La fuente de la Gracia, atribuida a uno de los grandes renovadores de la historia de la pintura, Jan van Eyck, aunque no hay constancia documental al respecto, por lo que se sitúa en la órbita de su taller.
"La Fuente de la Gracia" no es solo la única pintura del entorno de Jan van Eyck que posee el Prado, sino también una de las más relevantes de sus colecciones, tanto por su calidad como, especialmente, por su trascendencia histórica https://t.co/5Vfh9n7F10 pic.twitter.com/fp812ndDr9
— Museo del Prado (@museodelprado) October 22, 2018
El conocimiento histórico de La Fuente de la Gracia nos lleva hasta el rey Enrique IV de Castilla, quien dona esta pieza, hacia 1455, al Monasterio del Parral (Segovia), en cuya sacristía estaría hasta 1838. Más allá de las vicisitudes de la obra, su contemplación revela un dibujo de gran precisión y una riquísima paleta cromática que traducen la textura diferenciada de cada detalle con una técnica propia de miniaturistas.
La lectura de La Fuente de la Gracia, con múltiples figuras ordenadas teatralmente en tres registros superpuestos, está determinada por su eje central, presidido por Dios Padre, bendiciendo, con la tiara papal como atributo iconográfico y entronizado en una microarquitectura trabajada en grisalla e inspirada en las estructuras de iglesias y catedrales de la época del pintor. En esta escenografía se adivinan, trabajados como si se tratase de esculturas pintadas, los cuatro animales vivientes que refieren simbólicamente a los evangelistas en la iconografía del tetramorfos (ángel, león, toro y águila).
La majestad del Padre se completa con el realismo de la Virgen en oración y de san Juan Evangelista como escriba, ambos como intercesores entre Dios y los hombres que pueblan el registro inferior de la tabla. Y a sus pies el cordero, símbolo del sacrificio de Cristo, que nos remite al verso apocalíptico: “Luego me mostró el río del agua de la Vida, brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22, 1).
Esta agua nos conduce al registro intermedio de la pintura, con un coro de ángeles que cantan la Gloria de Dios tocando un amplio repertorio de instrumentos propios del siglo XV. Uno de ellos, asomando desde la torre, despliega una filacteria con una inscripción del libro de los Cantares (“Fuente de los huertos, pozo de aguas vivas”; Ct 4, 15). Su lectura nos lleva hasta la parte inferior de la composición, donde el río de aguas vivas desemboca en una fuente octogonal flanqueada por dos grupos contrapuestos que simbolizan la iglesia y la sinagoga.
A la derecha, el Papa, tocado con la triple tiara pontifical y portando la cruz como estandarte triunfal, nos reclama con su gesto a la fuente, símbolo de Bautismo y Eucaristía. Esto se recrea mediante las Sagradas Formas que brotan en las aguas cristalinas, recogidas a su vez en una estructura cuyos ocho lados remiten al nacimiento a una vida nueva por el bautismo, en consonancia con la forma de los baptisterios paleocristianos. A la izquierda, con mayor dinamismo y teatralidad, la metáfora de la sinagoga, encabezada por un sumo sacerdote judío, con una vestimenta acorde a las prescripciones del libro del Éxodo, los ojos vendados y su estandarte quebrado. La representación de los personajes, con vestimentas propias de los distintos estamentos sociales, se completa con una rica escenografía que potencia el profundo simbolismo de La Fuente de la Gracia.