crubio | 16 de enero de 2018
Las chicas del cable es una serie entretenida. Partamos de esa premisa para valorar cómo la ficción española llega a una plataforma tan notable en su forma (no siempre en su fondo) como Netflix. Pero si profundizamos un poco más, llegamos a la conclusión de que el entretenimiento debe ir acompañado de un mensaje aceptable y de un guion acorde con la realidad social a la que intenta hacer referencia.
La segunda temporada de Las chicas del cable atrapa al espectador y le hace sacar el máximo partido a Netflix. Es posible ver los ocho capítulos de la segunda etapa (de casi una hora de duración) en dos tardes. Las tramas permiten no perder el interés del total, aunque algunas sean más interesantes que otras.
Luego están los actores. La apuesta de Netflix es a caballo ganador. Quizá no sean de una calidad interpretativa excelsa pero sí son caras conocidas que abarcan una horquilla amplia de edades. Desde Blanca Suárez, Martiño Rivas y Yon González, todos ellos alumnos de El Internado en 2010, hasta Concha Velasco, Kiti Manver o Ernesto Alterio, con un amplio telón de fondo en el mundo de la interpretación.
Nos situamos a principios del siglo XX, la puesta en marcha de la compañía Telefónica y un entramado de situaciones que van desde las amorosas a las políticas, pasando por las policíacas, las sociales o -y aquí viene lo bueno- un germen del feminismo que descuadra un poco.
A Siri le pasa algo que no te han contado. #iPhoneX pic.twitter.com/9jbKxs6D7Q
— Netflix España (@NetflixES) September 13, 2017
Ana Fernández, Blanca Suárez, Maggie Civantos y Nadia de Santiago son las actrices protagonistas y las figuras en las que descansa la fotografía social de la época. Cuatro mujeres con sus circunstancias que alzan la voz en contra de una sociedad que infravalora a la mujer. Quizá sea Blanca Suárez más que el resto, ya saben, con ese cartel de actriz de moda y chica Almodóvar. Su papel desquicia, y eso es buen síntoma si no fuera porque empieza a ser repetitivo en cada proyecto que hace. A su lado y a sus pies, dos actores que ya formaron un tridente letal hace años: Martiño Rivas, como hijo del fundador de Telefónica, y Yon González, como cuñado de Rivas. Los tres se hacen respetar en la pantalla. Ambos beben los mares por una mujer con un pasado oscuro que les llevará a una lucha bastante digna, para los tiempos que corren en televisión, por conseguir su amor.
Aquí viene una de las críticas más sonadas a Las chicas del cable. A riesgo de hacer spoiler y revelar detalles que suceden en la segunda temporada, el futuro espectador debe saber que el personaje de Lidia Aguilar (Blanca Suárez) acaba encinta de uno de sus dos amores. Doña Carmen Cifuentes (Concha Velasco) no quiere que ese niño dé la posibilidad a su madre de entrar en la empresa y pone todo su empeño para que aborte. Ante tal ofensa a la dignidad humana, impulsada, además, por motivos puramente económicos, hay que destacar el tesón de los dos hombres por evitar una situación tan dramática conociendo que uno de los dos no es el padre de la criatura.
Entre tramas amorosas, escuchas ilegales a partidos políticos y la puesta en marcha de las cabinas telefónicas por Madrid, debemos poner el foco en la vida de tres personajes que nos sumergen en un cúmulo de situaciones desconcertantes por la época y por su tratamiento.
"Lo ideal sería ser capaz de amar a una mujer o a un hombre, a cualquier ser humano, sin sentir miedo, inhibición u obligación”. Lo dijo Simone de Beauvoir. pic.twitter.com/NB7U4Y3mKS
— Las chicas del cable (@ChicasDelCable) January 9, 2018
Dos chicas y un chico que explotan en exceso un romance de tres impropio de la época. Una relación que venden como sincera pero que cae por su propio peso en engaños, faltas de respeto y ataques personales por celos para llegar al punto de partida de que todo es mejor entre dos.
Al trío amoroso los guionistas le han dado dos vueltas de tuerca que han estado a punto de pasar de rosca el invento. El primero es la transexualidad de uno de los personajes. Quizá sea un asunto de nuestro tiempo, pero si rebuscamos parece que las crónicas de los años 30 del siglo pasado contaban algún caso parecido. Un hecho que, metido en Las chicas del cable, le puede chirriar al espectador. Más aun cuando el personaje que sufre «en un cuerpo que no es el mío» decide tratarse en una clínica que luego resulta ser un centro donde intentan lobotomizar al paciente para que desaparezca ese trastorno. Un drama, quizá real pero retorcido, encarnado en escenas sobrecogedoras.
Más convulso es el tema de la cocaína. La segunda vuelta de tuerca. En dos capítulos, uno de los actores decide recurrir a la droga para superar un problema profesional puntual que requiere toda su capacidad. Es cierto que ahora sabemos más de esta droga que hace unos años, que su uso es tan exponencial como las series (casi todas de Netflix) que encumbran a narcotraficantes y trivializan su consumo. Pero no acaba de encajar en la sociedad de 1930 eso de hacer uso de la droga para resolver problemas. Es justo decir que el guion es fiel a sus resultados reales y da cuenta al seguidor de que hay otras salidas antes que acabar en un hospital rondando la muerte.
¿Nos fiamos de que los guionistas se han documentado de lo que pasaba en aquella época o nos agarramos a una licencia del guion para llevar situaciones de ahora a otro tiempo? Esa es la gran pregunta de Las chicas del cable. Y aquí entra en juego la violencia machista. Otra realidad social de nuestros días de la que sí tenemos constancia que existía hace años: los crímenes pasionales. Detrás de ellos había todo tipo de motivos, aunque en la serie que nos ocupa el problema se resuelve con un asesinato, un cuerpo tirado al río y un reguero de mentiras y manipulaciones que se amontonan.
Una vez que Las chicas del cable pasan por este tamiz, podemos dar el visto bueno a la serie. Entretenida, como hemos dicho, quizá poco ajustada a su tiempo pero con un sabor de boca esperanzador.