Juan Orellana | 27 de octubre de 2017
Jean (Pio Marmaï) vuelve a su Borgoña natal al enterarse del inminente fallecimiento de su padre, y allí se reencuentra con sus hermanos Juliette (Ana Girardot) y Jérémie (François Civil). Cuando muera, su padre dejará en herencia a sus hijos una inmensa finca vinícola. Los hermanos deberán decidir qué hacer con ella, si venderla o dedicarse en cuerpo y alma a su explotación. Pero Jean tiene un problema, y es que ha dejado en Australia a su mujer, con la que no tiene una relación fácil.
Cédric Klapisch es un director de dilatada carrera, muy irregular en los resultados y que ha tocado palos muy diversos. Pero los que han trabajado con él coinciden en su amor por los detalles de la vida cotidiana. Y, ciertamente, se puede decir que eso se cumple en esta interesante película que, a la vez que hace una radiografía familiar, propone una extraordinaria pedagogía vinícola. A pesar de la inmensidad de los viñedos y de las arduas tareas que proporciona, la película es fundamentalmente intimista. Va examinando las circunstancias particulares de cada hermano, sus miedos, sus inseguridades, sus deudas con el pasado, sus conflictos sin resolver… y, ya con todos esos ingredientes sobre la mesa, el espectador comprende las dificultades que entraña decidir sobre el futuro de los viñedos, que en definitiva es el futuro de esa familia.
La puesta en escena es primorosa, sometida al lento ritmo de los cambios de estación, centrada en personajes y paisajes por igual, atenta a los pequeños momentos que proyectan luz u oscuridad sobre los protagonistas. El vino tiene un lugar muy destacado en el desarrollo de Nuestra vida en la Borgoña. Y es que esta película hay que degustarla como se cata un buen vino, sin prisa, saboreando, sintiendo el eco en el paladar.