Andrea Reyes de Prado | 24 de marzo de 2017
Hay silencios que comparten más de un cuerpo. Soledades próximas, cómplices. Fragmentos aislados de mundo refugiados en el lenguaje que nace cuando dos, o unos pocos, se juntan. Un instante en el que respirar, donde el aire viejo habla desconsuelos, ilusiones o secretos. Las obras de Ramon Casas (1866-1932) son en ocasiones incitadoras y testigos de esos momentos. Diálogos en textura sobre una época cuyas esquinas suspiraban melancolía y sus calles ansiaban modernidad.
Traída desde el Museo de Maricel de Sitges (Barcelona), la exposición Ramon Casas. La modernidad anhelada, conmemorativa por el 150 aniversario del nacimiento del pintor, escoge de entre su producción y vida la conversación como hálito conductor: según las palabras de Ignasi Domènech y Francesc Quílez, comisarios de la muestra, en la conferencia inaugural, «una de las intenciones de la exposición ha sido contextualizar a Ramon Casas: su entorno, su sociedad y también cómo crece él en todo ello». Dibujos, pinturas y carteles de Rusiñol, Romero de Torres, Sorolla, Picasso o Toulouse-Lautrec acompañan sus obras y convierten en hogar las salas del espacio CaixaForum Madrid, que ha buscado en ellas la calidez y, temáticamente, las ha ordenado en cinco secciones principales: La construcción de una identidad artística, La pulsión bohemia, La paradoja del artista moderno, La poética de la multitud e Identidades ambivalentes.
Dibujos, pinturas y carteles de Rusiñol, Romero de Torres, Sorolla, Picasso o Toulouse-Lautrec acompañan sus obras y convierten en hogar las salas del espacio CaixaForum Madrid
Como expectante ave habitante de una isla, Casas salió de su Cataluña natal y, a diferencia de sus compañeros de generación, formó su talento en París, corazón artístico de la época y ciudad que desde entonces se adhirió a él. Allí su mirada aprendió de Carolus-Duran y la pintura a la hispana –con Velázquez como faro–o, posteriormente, de Toulouse-Lautrec y su trazo nervioso. Años de experimentación artística donde Casas aún no era Casas, tan solo su prólogo, tan solo unos jóvenes ojos inciertos y ambiguos, ansiosos de inspiración que, sin embargo, ya preveían aquella paradoja del artista moderno: la frágil frontera entre el alma voraz y la realidad lenta. Su obra reflejaría «el nuevo ideario de una forma epidérmica, hasta el punto de acabar configurando un modelo ecléctico en el que los anhelos de libertad y radicalidad visual chocaban con una clientela conservadora».
Picasso vio esa libertad, inquietud de vidente, y la reflejó en curiosos dibujos –expuestos en una de las salas– donde retrató tanto a Casas como a Rusiñol, inseparable compañero coprotagonista de la pintura Santiago Rusiñol y Ramón Casas retratándose de 1890. Diálogo mudo para descubrir al otro en una tarde de sosiego. Hijos ambos del textil, falsos bohemios, precursores de la eclosión catalana, parisienses de espíritu, locos olvidados. Uno aguarda, como péndulo perdido, en el original retrato que le realizó el otro en 1895: Rusiñol quijotesco y agotado, apesadumbrado y profundamente enamorado. El otro sueña en absorta espera, bajo colores compactos de otoño, tras el retrato que en 1899 le hizo el uno: Ramon Casas velocipedista (1899), dandy, huyendo en pensamientos, quizá, hacia la mortecina y mágica luz de madriguera de Els Quatre Gats.
Picasso vio esa libertad, inquietud de vidente, y la reflejó en curiosos dibujos donde retrató tanto a Casas como a Rusiñol, inseparable compañero coprotagonista de la pintura Santiago Rusiñol y Ramón Casas retratándose de 1890
Uno de esos cuatro gatos era Romeu, excéntrico personaje que Casas pintó junto a él mismo en la célebre Ramon Casas y Pere Romeu en un tándem (1897); «una de las producciones que mejor ejemplifican la voluntad de Casas de configurar una nueva propuesta estética basada en una superación de las convenciones pictóricas tradicionales». El óleo, concebido para ser colgado en la cervecería, se sustituyó en 1901 por El automóvil. Modernidad a ritmo de pedales y anís, modernidad de nuevas costumbres, publicidad que se anuncia. Toulouse-Lautrec, Mucha, Casas pintor y Casas cartelista, estampista y dibujante de azulejos. Artista que sueña con subirse al futuro, otear el mundo desde sus ruedas. Pensar si tal vez no existe aquello que se llama poesía, literatura, arte social; si toda creación es hija palpitante de su tiempo. La soledad de los hombres del tándem frente a un tiempo que veneraban y les ignoró.
Tiempo frenético de multitudes que en la trayectoria de Casas se refleja en escenas como Teatro Novedades (1902) –evocador de las pinturas de Degas–, Alfonso XIII inaugura las regatas (1888) o Garrote vil (1894), que inaugura una serie de composiciones dedicadas a la crónica social. Pinturas alejadas de todo ejercicio moral o juicio, donde un instante habla a un pintor y este, sencillamente, alejando de él todo contenido, pinta sus colores y formas. Junto a las obras, como en otros puntos de la exposición, breves presencias de fotografía, fundamental en la obra de Casas y sus contemporáneos. Bajo ellos, los resignados: bellas escenas de Montmartre, estudios de pintor en ausencia del hombre o errantes solitarios, compatriotas de espíritu, que buscan consuelo en Baile en el Moulin de la Galette (1890-91). Enajenadas almas al son de espejismos que comparten espacio sin mirarse. Para ellos, versos de Juan Antonio González Iglesias, de su poema Homo matinalis: «Lento / aprendo que en cualquier punto del cosmos / hay sitio para mí». Soledades próximas, cómplices.
Modernidad a ritmo de pedales y anís, modernidad de nuevas costumbres, publicidad que se anuncia. Toulouse-Lautrec, Mucha, Casas pintor y Casas cartelista, estampista y dibujante de azulejos
Y, al ocaso de la exposición, soledades y otros poemas pintados en cuerpo de mujer: ella, con minúscula, a lo largo de toda la obra de Ramon Casas. Mujer-niña en la María Clotilde de Sorolla (1900), mujer-maja en A los toros (1896), mujer-melancolía en Joven decadente. Después del baile (1899) o Pereza (1898-1900). El llamado «mal de fin de siglo» –o el simple cansancio tras una noche ajetreada entre la alta sociedad– rondando la feminidad y favoreciendo al pintor la postura sensual del cuerpo echado al anochecer con aires de grandeza entristecida. Mujer-presente, en contraposición, en obras como La automovilista (hacia 1904); «un modelo de mujer emancipada, activa, que tiene un papel más acorde con la vida moderna y a la que le gustan actividades como la lectura o el deporte». Mujer-poesía, en los desnudos. Estudio (1894), Desnudo con guitarra (1894), Flores deshojadas (1894). Belleza silenciosa, oculta, arqueada. Encerrada en sí misma y por ajenos contemplada. Intimidad o explosión de todas las mujeres de la época, hasta llegar a Ella, con mayúscula. Ella, Julia; jovencísima y rebelde vendedora de lotería que fue modelo, amante y, tras muchos años de angustia por una sociedad incomprensiva, mujer de Ramon Casas. Ella, Julia, a través de dos de los numerosos retratos que la hicieron eterna: Julia en grana (1906) y La Sargantain (1907). Definición, carácter, pasión. El culmen de la obra de un pintor que, desdeñosa, mira al imposible que no alcanzó.