Fernando Bonete | 31 de julio de 2017
Decía Umberto Eco que “para poder analizar la cultura de masas hace falta disfrutar secretamente con ella, que no se puede hablar del juke box -sentenciaba el intelectual italiano- si te repugna tener que introducir en la máquina la monedita…”. De igual forma, no se puede hablar, analizar y menos criticar Ray Donovan (Ann Biderman, 2013-actualidad) sin haber disfrutado antes con ella, sin haberse enganchado a su adictivo thriller y sin haber vivido con emoción y nerviosismo los últimos capítulos de sus, por el momento, cuatro temporadas.
Pero, en honor a la verdad, hay que reconocer que la lista de series de ficción de Showtime, mezcla de dramas, acción, crimen y suspense que, como Ray Donovan, satisfacen las ansias de entretenimiento de millones de espectadores en todo el mundo cada noche, mientras cenan o hacen tiempo para irse a la cama, es casi tan extensa como la de propuestas de esta cadena norteamericana que cierran en vacío, sin que podamos sacar de todas ellas respuestas sólidas, mensajes claros o, no vamos a pedir tanto, meros interrogantes que nos inspiren más allá de la duración del capítulo en cuestión. Salvando Homeland, que se ha atrevido a dar en cada nueva temporada un paso cualitativo hacia delante, y sin ahondar demasiado en el catálogo de Showtime, contamos con no poco de esta oferta: Dexter, Penny Dreadful, Billions y la engañosa, casi “de culto”, Californication.
Cierto es que el final de la tercera temporada de Ray Donovan puso el caramelo en la boca a quienes todavía albergaban esperanzas de que el universo creado por Ann Biderman fuera más allá de los tiros y dramas familiares de su famoso antihéroe, por lo demás, magníficamente interpretado por Liev Schrieber. La posible conversión de su protagonista al catolicismo, auspiciada por un sacerdote que, por una vez en el mundo hollywoodiense, es de los buenos, y el triunfo de la fe sobre un pasado oscuro y una vida marcada por la violencia quedaron maravillosamente simbolizados en una de las mejores y más impactantes escenas de la serie: una panorámica de la ciudad de Los Ángeles que los amantes de la historia del arte y connoiseur audiovisuales pudieron interpretar con sorpresa como una moderna “Jerusalén celeste”.
Fotograma de “Ray Donovan”, final de la tercera temporada. Los Ángeles, simbolizada como Jerusalén celeste
Sin embargo, la epifanía quedó convertida en espejismo nada más comenzar la esperada cuarta temporada. Ann Biderman y su equipo cierran casi de inmediato las ventanas de la religión, dejando atrapados a sus personajes en los mismos problemas de siempre: las aventuras personales de Mickey Donovan, las dudas existenciales de los hermanos Donovan, la tambaleante situación familiar de Ray, la aparición de una nueva mafia, los inverosímiles requiebros para sacar a gente de la cárcel y los escarceos amorosos con las turnantes femme fatale de la serie.
Esquivando la fe y dando de lado a un prometedor desarrollo que hubiera sacado a la serie de sus previsibles tramas forjadas en el manido itinerario de la estructura narrativa del “planteamiento / problemas / solución / triunfo del héroe”, Ray Donovan se convierte en un submarino en la superficie, en un avión que no se decide a despegar. Podría haber sido rompedora, original, auténtica, una gran serie. Se conforma con ser buena, como el juke box y la cultura de masas.