Andrea Reyes de Prado | 02 de noviembre de 2016
El sosiego del azul y la neutralidad del gris. Azul o gris, gris azulado, puede que azul grafito. Los ojos se pierden en las paredes indecisas buscando un nombre, como lo hacen a través de los cuadros que de ellas cuelgan, sutilmente iluminados, persiguiendo líneas que definan figuras. Fronteras para los cuerpos. Su finitud, su mortalidad. Pero no las hallarán. Porque Renoir es color, no dibujo. Es cambio apacible, fusión. Impresionismo.
Pierre-Auguste Renoir (1841-1919) llegó con fuerza al Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid a mediados de octubre, donde permanecerá hasta el próximo 22 de enero. Bajo el discreto y sugerente subtítulo de Intimidad, esta exposición monográfica recoge, de entre la profusa obra del pintor, su vértice predilecto: la figura humana. La cotidianeidad burguesa de desconocidos (Baños en el Sena. La Grenouillère, 1869), lo recóndito de sus conocidos (Retrato de Marie-Zélie Laporte, 1864). Siempre lo humano como motivo, siempre la naturaleza o algún atisbo de hogar como escenario.
Desde Impresionismo: lo público y lo privado hasta Bañistas, seis secciones organizan la muestra, inmersa toda ella en un bello silencio ambiguo. Hombres, niños y, sobre todo, mujeres, entregados a la calma de la lectura, el paseo, el aseo personal o la simple contemplación. Se distinguen entre ellos algunos rostros conocidos, como los miembros de la familia Durand-Ruel, fundamental para muchos de los impresionistas («no sé qué hubiera sido de nosotros si [Paul] Durand-Ruel, que confiaba plenamente en nuestra pintura, no nos hubiera impedido morir de hambre», dijo Renoir).
Los ojos se pierden en las paredes indecisas buscando un nombre, como lo hacen a través de los cuadros que de ellas cuelgan, sutilmente iluminados, persiguiendo líneas que definan figuras
También Monet, de quien, desde 1864, fue amigo y admirador incondicional. Aquél le acompañó en muchas de sus largas caminatas en busca de belleza y luz, y nunca dejaron de aprender el uno del otro, a pesar de –o, precisamente, a causa de– hablar lenguajes diferentes. Su convivencia fue la antítesis de la experimentada por Van Gogh y Gauguin. Un retrato de Monet y otro de su primera mujer, Camille Doncieux, realizados en 1873, descansan ajenos al bullicio de extraños que los observan. Y otro de ella, titulado Retrato de la mujer de Monet (hacia 1872-1874), mira con cierto desaire. A ellos o quizá al propio Renoir, ofendida, si fue él quien llamó así a la pintura. «A cambio –podía haber respondido él–, serás la portada de la exposición en el Thyssen. Lo primero que la gente verá de mí serás tú».
Y, pletóricas, las modelos. La relación entre un pintor y una modelo, o viceversa, es de las más hermosas y mágicas. Es ver al arte respirar. Gabrielle, quien fue algo más que una modelo para la familia Renoir, o Andrée, quien contrajo matrimonio con su hijo Jean, el cineasta, son algunas de las mujeres que protagonizan estas pinturas intimistas, cuyos cuerpos Renoir se había aprendido de memoria de observarlos durante tantas horas bajo todos los cielos de Francia e Italia. A ellas, a las mujeres, está dedicada gran parte de la pintura de Renoir, que esquivan la temática y el estilo impresionista. Ecos de grandes pintores ser perciben en muchos de estos cuadros, como a Manet en Desnudo descansando (1890-95) –inolvidable Olympia–, a Ingres en Bañistas jugando con un cangrejo (1897) o a Rubens.
Desde Impresionismo: lo público y lo privado hasta Bañistas, seis secciones organizan la muestra, inmersa toda ella en un bello silencio ambiguo
Sensualidad, secretismo, fusión con el paisaje. Y los colores. Fríos, cálidos, más prietos o más libres. Pero, siempre, amables. Porque la pintura, para Renoir, debía ser comprensible y agradable. «¡Lo ve todo negro!», decía de Maupassant. «¡Lo ve todo rosa!», decía Maupassant del pintor. Inmortal y rosa. Sobre ello Rafael Alberti, en su libro A la pintura, dedica un poema a “Renoir”: «Pintor: en tu paleta rumorosa, / cuando vierten sus jarras los colores, / ya todos son ramos de flores. / Y rosa». Curiosa e irónicamente, se rebeló contra su ideal su apellido.
Renoir vivió entre manchas de óleo. Su vida era la pintura. Desde que conoció lo que era pintar, en sus lejanos inicios, sobre porcelanas y lozas, hasta que lo comprendió, muchos años después. En su vejez, consumida su materia por el reúma y una fuerte artrosis, su espíritu jamás abandonó la pasión por el oficio ni su mano dejó nunca de sostener un pincel. Su último pensamiento fue para la pintura: «Todavía hago progresos».
La exposición culmina en Un hermoso jardín abandonado, una pequeña sala dedicada al aroma de las flores, el sonido de la naturaleza y el tacto de una reproducción de Mujer con sombrilla en un jardín (1875)
Y, tras los cuadros, en ellos; los sentidos. La exposición culmina en Un hermoso jardín abandonado, una pequeña sala dedicada al aroma de las flores, el sonido de la naturaleza y el tacto de una reproducción de Mujer con sombrilla en un jardín (1875). «Esto es para los ciegos», comentó un espectador una tarde de otoño. No; es para todos. Porque el tacto es necesario, más en el impresionismo. «La obra de arte –explicaba Renoir– te debe atrapar, envolver, transportar. Es el medio por el cual el artista te transmite su pasión; es la corriente que despliega para arrastraros a su pasión».