Ricardo Morales | 10 de diciembre de 2018
Entre 1993 y 1994, RuPaul Andre Charles, drag queen más conocida como RuPaul, saltó a la fama gracias a dos de sus grandes éxitos musicales: Supermodel y Don’t break my heart.
Desde entonces, la carrera de este productor, modelo y travestido neoyorkino ha estado íntimamente ligada al mundo del espectáculo televisivo, donde se ha granjeado su reputación y fortuna.
Para los ajenos a la iconografía de la comunidad LGTBI, a los suburbios audiovisuales de Estados Unidos y a todo aquello que tenga algún tipo de vínculo con la moda drag, RuPaul les será del todo ajeno dentro del imaginario español. Sin embargo, puede que esto cambie en los próximos meses.
?Get DRAGGED into the phenomenon! ❄️?#AllStars4 premieres FRI 12/14 at 8/7c on @VH1 ? pic.twitter.com/bBPAAEBPZO
— RuPaul's Drag Race (@RuPaulsDragRace) November 12, 2018
El desembarco de las últimas cinco temporadas de RuPaul’s Drag Race en Netflix promete dejar un poso de confusión que forzará a los vociferadores a tomar parte en la que puede que sea la serie tótem dentro de la discusión pacata y pseudocultural con la que nos encanta perder el tiempo.
RuPaul Drag Race es un mundo donde el plástico no reciclado es el protagonista, donde un lenguaje navajero de los bajos fondos -impostado y con eco a purpurina, maquillajes imposibles y vestidos de la sección “bestiario” del Toys “R” Us-, se impone capítulo tras capítulo. Nos encontramos, pues, en el filoso límite de la extravagancia donde deformar, romper, exagerar y distorsionar los cánones de belleza femenina se presenta en el concurso como condición sine qua non para estar dentro del universo drag.
Los modelitos de Vivacious o Milk, dos de los drags más representativos de la sexta temporada, ayudarán a ejemplificar el párrafo anterior.
The #DragRace Holi-Slay Spectacular’ Trailer: The Queens Return For Some Yuletide Cheer…And Shade @deadline https://t.co/SUCNdMcI17 pic.twitter.com/9ZXzmaoh20
— RuPaul (@RuPaul) November 20, 2018
En lo concerniente al concurso, podemos decir que su planteamiento es funcional. Cumple con las dinámicas de cualquier rat race televisivo. Catorce participantes deben “seducir”, capítulo tras capítulo, al jurado si quieren llegar hasta la final. ¿El premio? Más allá de la exposición mediática -fundamental para los drags, pues la mayor parte de ellos actúan en salas underground– es poder optar a los 100.000 dólares del ganador y verse coronadas como la reina del momento.
En todo este proceso, la última palabra, siempre, la tiene RuPaul, que además de ser el conductor del programa, es el juez supremo de la corte drag.
A los concursantes se les juzga por sus dotes para la “alta costura”, por su capacidad de relacionarse con los demás, por el perfil que den frente a cámara, por sus dotes interpretativas, de canto y de baile. Un peaje por el que deben pasar quienes no hayan cubierto el filtro de RuPaul si desean mantenerse en el programa y no caer eliminadas, evitando así volver a las “esquinas” donde faenan -fenómeno del que habla alevosamente Katya al comienzo de la séptima temporada-.
La lexicalización de palabras como “alta costura”, “glamur” o “elegancia”, a los que cualquiera arrojaría un significado propuesto al distinto por el lenguaje drag, es una de las herencias que pretende exportar Netflix en nuestro país al distribuir esta producción World of Wonder.
Esta serie volverá a sacar los garrotes dialécticos a relucir. Volverá a enconar posturas farisaicas desde la que ver lo que nos va aconteciendo, extirpando del debate lo verdaderamente importante, que es lo siguiente: que este concurso, como tantos otros, no merecería, si nos lo tomásemos un poco en serio, más respuesta que el siguiente bufido: “otra basura más para mi pantalla”.