Álvaro Petit | 02 de septiembre de 2017
Como si deliberadamente se hubiera eliminado de su bibliografía, apenas se menciona, cuando se habla del poeta T.S. Eliot, su ensayo La idea de una sociedad cristiana (1942), que no puede ser tomado aislándolo de otro, La unidad de la cultura europea: notas para la definición de la cultura. Incluso, ni se le nombra cuando se recita la nómina de autores y ensayistas cristianos de su tiempo. Chesterton, Lewis, Belloc o John Henry Newman copan, merecidamente sin duda, las atenciones. Nos acordamos sólo de aquel monumento del modernismo anglosajón que fue La tierra baldía. Sin embargo, más allá de aquel título -interesante sería, subrayar otros, como los Cuatro cuartetos- el poeta inglés desplegó en apenas un centenar de páginas una revisión crítica de su tiempo y una apretada propuesta política y social, según el signo cristiano.
La idea de una sociedad cristiana surgió de unas conferencias que Eliot, cristiano converso, dictó en 1939, en las vísperas inmediatas de la Segunda Guerra Mundial, en la Universidad de Cambridge y en ella se pulsa el esfuerzo del poeta por proponer el cristianismo como único freno posible a la trágica marea ideológica que en aquellos años devorada Europa y Rusia.
Irremediablemente, al leer la idea de Eliot, la memoria nos lleva hasta Edmund Burke. El mismo pulso tradicional late en sus páginas, el mismo apego hacia lo consuetudinario y el mismo rechazo de la modernidad. Porque, para el poeta, igual que para el parlamentario, la modernidad ha destruido “las costumbres sociales tradicionales del pasado, al disolver su conciencia colectiva natural en sus constituyentes individuales, al dar curso a las opiniones de los más tontos, al substituir la instrucción por la educación”. Una espiral disolvente que Eliot llama “dictadura democrática”, fruto de una sociedad pagana, y que está condenada a la prosternación, porque “el término democracia no tiene contenido positivo suficiente para mantenerse solo contra las fuerzas que aborrecemos. Puede ser fácilmente transformado por ellas. Si no tenemos a Dios (y Él es un Dios celoso) debemos presentar nuestros respetos a Hitler o a Stalin”.
“Hablar de nosotros –escribe Eliot– como de una sociedad cristiana en contraste con la de Alemania y la de Rusia es abusar de los términos. Queremos significar únicamente que tenemos una sociedad en la cual nadie es castigado por profesar formalmente el cristianismo”. Una sociedad a la que el propio autor da nombre: Sociedad Neutral, que toma vitolas que no le corresponden, como la de cristiana, sólo para ocultar los verdaderos valores perniciosos y desagradables que en ella subyacen. “Sospecho que en nuestra aversión al totalitarismo hay una buena parte de admiración por su eficiencia”. Pocas frases pueden resultar hoy más provocativas y, por provocativas, sugerentes. Sobre todo cuando uno repasa mentalmente cómo fueron las relaciones liminares entre la Alemania de Hitler, que es a la que se refiere Eliot, y los países occidentales, especialmente el Reino Unido.
Al comienzo de su obra, Eliot se estira sobre las páginas para dar cuenta a dos términos, entonces y hoy, en boga: democracia y liberalismo. Del primero, afirma con Dawson, que puede acabar transformándose en una suerte de “democracia totalitaria”, que define como un régimen de conformidad absoluta, que no respeta “las necesidades del alma individual” y se entrega al “puritanismo de una moralidad higiénica en el interés de la eficiencia”. Y a esa suerte de democracia, puede llegarse por un liberalismo que “prepara el camino para aquello que es su propia negación: la directiva artificial mecanizada o brutal como remedio desesperado para su propio caos”. Y es que para Eliot el liberalismo y por tanto, la democracia liberal, corre el riesgo de agotarse en sí mismo al moverse por su origen y no por sus fines, y “no teniendo nada que destruir, tampoco tiene nada que defender ni dónde ir a refugiarse”, condenándose, al fin, a la deformidad.
Otro tanto le puede suceder al conservatismo ya que si el liberalismo “puede significar caos”, el conservatismo puede significar “petrificación”. Este triforio –democracia, liberalismo y conservatismo- parece concluir Eliot, si es llevado a los extremos extrarracionales, acaban degenerando. A fin de cuentas, afirma el poeta, “ni el liberalismo ni el conservatismo bastan para guiarnos ya que no son filosofías sino, quizá sólo costumbres”. Lo que busca Eliot, lo que considera esencial para la configuración de una Sociedad Cristiana, no es “un programa para un partido, sino una forma de vida para un pueblo”. Una forma de vida que sólo si es cristiana, puede impedir que no acabemos uniéndonos “progresiva e insidiosamente al mundo totalitario”.
Esta forma de vida, claro, no puede corresponderse con la noción liberal en la que la religión es un asunto privado y que, por tanto, los cristianos pueden adaptarse a cualquier sociedad que no se oponga a la vivencia -privada- de su fe. Una noción que, además, está siendo día a día falseada, no sin ayuda de los propios cristianos y su “complicación con una urdimbre de instituciones” cuyas acciones, lejos de parecer neutrales, resultan profundamente anti-cristianas. La “complicación” elimina, por tanto, la persecución. Y Eliot parece suspirar. “Cuando un cristiano es tratado como enemigo del Estado, su desenvolvimiento es mucho más duro, pero más simple” pues al situarse en los márgenes, queda un tanto más refugiado frente al “paganismo” que “conserva la mayor parte del valioso espacio de la propaganda”. El problema primero que Eliot trata en su afán de dibujar su idea de una sociedad cristiana es el de los cristianos como “minoría tolerada” y, en el mundo moderno (el suyo y el nuestro) puede que “la cosa más intolerable para los cristianos sea la de ser tolerado”.
Ante tal disposición –o indisposición– de la realidad, el poeta propone su idea basada en tres brazos: el Estado Cristiano, la Comunidad Cristiana y la Comunidad de los Cristianos. Constituyen tres círculos cuyas circunferencias están irremediable y necesariamente destinadas a cruzarse.
El Estado Cristiano no es el Estado de los Cristianos. No es un territorio allende cuyas fronteras sólo puedan habitar los que demuestren partida de bautismo. “Un regimiento de santos probablemente se sentirá demasiado incómodo como para durar”, escribe Eliot. “El cristiano y el no creyente no se comportan ni pueden comportarse muy diferentemente en el ejercicio de los cargos”, ya que lo que se ha de gobernar no es la piedad propia, sino el ethos del pueblo. Por eso, más importante que el carácter cristianísimo de los gobernantes, es que los hombres de Estado estén “confinados, por el temperamento y las condiciones del pueblo que gobierna, en una armazón cristiana” en la que desarrollen sus labores de mando. La clave, parece afirmar Eliot, no está en el gobernante sino en el gobernado. Es el marco moral que el pueblo establece el que haría posible el Estado Cristiano, no un piadosísimo Consejo de Ministros.
La buena prosa no puede ser escrita por gente sin convicciones.
— Estudios Evangélicos (@EstudEvangelico) June 4, 2013
(T.S. Eliot, La idea de una sociedad cristiana)
Con lógica, subraya el poeta el reto de la educación, porque sólo de una educación cristiana puede aflorar un ethos cristiano. Una educación cristiana que vaya más allá de hacer hombres piadosos –si sólo contemplara esto, “caería en el obscurantismo”–, que catapulte a las personas a pensar en términos de categorías cristianas, sin obligar o removerles a la creencia o la profesión de fe. “Lo que los gobernantes creyeran tendría menos importancia que las creencias a las cuales se verían obligados a dar su conformidad”. De hecho, afirma Eliot que un gobernante indiferente a la fe pero que trabaja dentro de un mundo movido por referencias y categorías cristianas, podría ser mucho más eficaz en el propósito de establecer una sociedad cristiana, que un pietísimo magistrado obligado a adaptarse a un mundo secular.
El Estado Cristiano, cuya forma es, para Eliot, una cuestión menor al partir de la base de que no existe una forma que a priori sea mejor o peor para establecer una sociedad cristiana -“identificar una forma particular de gobierno con el cristianismo es un error peligroso: porque confunde lo permanente con lo transitorio, lo Absoluto con el contingente”-, comienza pues en la Comunidad Cristiana. Una comunidad que será cristiana por influencia, de una forma inconsciente, por la heredad de generaciones anteriores. Serán las tradiciones recibidas las que construyan ese marco de referencias y categorías que domeñe al gobernante a adecuar sus acciones a principios cristianos. Educación y tradición; es decir, instrucción del pueblo. Una gran parte de la sociedad ocupa su atención en la fábrica, en la industria, en algunos de los modernos sectores o en cualquier otro aspecto de la vida corriente, que cada vez pide una coima mayor de atención, sin dejar espacio a otros quehaceres no necesarios para la subsistencia más elemental. Y con pagar esa coima tiene suficiente. Su cristianismo, tanto en cuanto apenas pueden dedicarle su atención a pensar la fe, sería realizable mediante el comportamiento: el cumplimiento del precepto y la observancia de un código de comportamiento establecido más por la tradición que por hondas reflexiones morales. De tal suerte que, el modo de vida “no sería impuesto por la ley, no se tendría la sensación del constreñimiento exterior y sería simplemente el resultado de la suma de la creencia y de la comprensión individuales”.
Así las cosas, los trazos del dibujo que Eliot presenta de una sociedad cristiana, tal y como los ha marcado, muestra una tendencia y, por la inconsciencia que lo sustenta, un riesgo cierto de caer en la molicie intelectual y la superchería. Para evitar que tales males asolen su idea, el poeta propone el que quizá sea su más original aportación: la Comunidad de los Cristianos, “practicantes conscientes y atentos a su fe, especialmente los que demuestran superioridad intelectual y espiritual” y tercer y último elemento que conforma la idea de Eliot.
Para denominar a la élite intelectual, Coleridge acuño el término clericado, incluyendo en él a las universidades y centros de conocimiento, el clero parroquial y los maestros. De esta aportación del poeta romántico, de su crítica, parte Eliot para explicar su Comunidad de los Cristianos. Considera que el clericado ha sido invalidado tanto por el tiempo como por sus propias deficiencias. “No le fue dado percibir el valor moral que las órdenes monásticas pueden y debieran tener en la comunidad”, señala como ejemplo de éstas. Además, recela de la afirmación de que sólo un clericado compuesto “por hombres casados y jefes de familia” deba ostentar la educación. Antes bien, Eliot propone que se incluya a personas “de habilidad excepcional, indiferentes o no creyentes” y a “personas que profesen otra fe que la cristiana”, porque en ellos actuaría de la misma forma que en los políticos el ethos cristiano. La Comunidad de los Cristianos de Eliot –“cuerpo éste de un contorno muy nebuloso”–, incluiría a aquellas personas “superiormente dotados intelectual y espiritualmente”, ya sean legos o clérigos e “incluiría además algunas personas que generalmente se designan con el nombre de intelectuales”; es decir, estaría conformado por aquellas personas capaces de influir, ser influidos y formar el espíritu consciente, la “conciencia de la nación”.
En lo que respecta a la Iglesia, la obra de Eliot resulta igualmente interesante, pero menos práctica para el lector católico, ya que el poeta se refiere siempre a la Anglicana, que es la Iglesia de Inglaterra. Una iglesia oficial para el Estado, aunque muchas de sus propuestas pueden ser trasladadas sin problema a la Católica y otras, en parte porque ni el propio autor considera que el modelo anglicano sea el mejor y, ni mucho menos, exportable. Considera necesario, claro, un reconocimiento más allá de concordatos y leyes. Un reconocimiento que, por otro lado, existiría de hecho si se diera la sociedad que el poeta plantea, pues surgiría de un pueblo cristiano. Y su relación con los tres elementos que bosqueja, debe ser, al menos, existente.
Su organización jerárquica debe sustentarse sobre unidades menores, capaces de relacionarse con las más pequeñas unidades de la comunidad e ir ascendiendo hasta alcanzar la Comunidad de los Cristianos, en cuyo seno se incluiría a los miembros más capaces de la jerarquía eclesiástica. “A veces, pude [la Iglesia] estar y debe estar en conflicto con el Estado, cuando se trata de censurar abandonos de la política, de defenderse de las usurpaciones del poder temporal, de escudar a la comunidad contra la tiranía”. El reconocimiento que Eliot considera esencial, no conlleva que la Iglesia se rinda a los ímpetus de absorción que todos los Estados acaban por demostrar, no significa que la Iglesia acabe convirtiéndose en un departamento más de la Administración. Ni tampoco que se convierta en un ente intocable y al que sólo pueda hincársele rodilla, sin opción a ser criticado. “A veces, la jerarquía de la Iglesia podrá ser atacada por la Comunidad de los Cristianos, o por grupos dentro de ella; pues cualquier organización puede corromperse y por lo tanto sentir la necesidad de reformarse”.
Ciertamente, la realización de este ideal que Eliot propone resulta hoy, a todas luces imposible. La sociedad es más compleja de lo que lo era en 1939, el secularismo ha avanzado muchísimo más y nociones básicas de moralidad y de comprensión de la mera existencia se han abandonado, aún incluso por una buena parte de los cristianos. Sin embargo, su lectura resulta nutricia para quienes, desde el cristianismo, quieran hollar la tierra; ofrece al lector consciente armas para su panoplia de ideas. “Mas conviene recordar que el Reino de Cristo sobre la tierra jamás se realizará pero que siempre se está realizando”.