Santiago Taus | 08 de noviembre de 2017
Vania y Sonia han trabajado servilmente para mantener una ruinosa finca. El profesor Serebriakov y su esposa, Elena, han vuelto de visita trayendo con ellos el caos y la desorganización. Todos ellos son personajes que se revuelven en su propia insatisfacción.
Pocos saben que Tolstoi despreciaba a Shakespeare con todas sus fuerzas por considerar que sus textos eran exagerados, artificiales e inverosímiles. Sin embargo, en defensa del bardo, también despreciaba la obra dramática de su amigo Chéjov por los motivos completamente opuestos. Sus dramas eran demasiado cercanos, sus personajes muy ordinarios, los diálogos excesivamente realistas y los temas, tan humanos y palpables que incluso llegan a resultar incómodos. Es por eso que llevar a Chéjov a las tablas exige más que muchas otras obras de teatro. El trabajo del director, los actores, el escenógrafo y todos los artífices de la obra es, más que nunca, exprimir al máximo una escena común o una conversación cotidiana, para expresar mensajes de una profundidad monumental que apelan a las inquietudes existenciales más sinceras del ser humano. El gran mérito de Chéjov es construir situaciones de las que cualquiera de nosotros podría ser protagonista y mostrarnos a través de ellas lo desgarrador de nuestra condición. “Tras leer a Chéjov”, dice Oriol Tarrasón, el director de la obra en el Teatro Fernán Gómez, “uno se siente más humano y más propietario de su propia existencia”.
Tío Vania (el nombre original de esta obra) es, sin duda, una de las obras más desoladoras del autor ruso. En ella explora los entresijos de la frustración vital de un grupo de seis personas que viven atrapadas en la monotonía de una finca en una aislada región de la geografía rusa. Vania es el administrador de la finca familiar, en la que vive junto a Sonia, Teleguin, el profesor Serebriakov y la mujer de este, Elena. Además, está el doctor Astrov que, sin pertenecer a la familia, lo abandona todo para instalarse en la casa en que se desarrolla el drama. Defraudados por unas aspiraciones diluidas en la edad, incapaces de enfrentarse a su vejez, anestesiados por la vida ociosa o frustrados por ese amor que nunca es correspondido, los protagonistas de esta obra se revuelven en su insatisfacción. “Bebemos porque no nos gusta la vida que tenemos y así nos inventamos una, llena de ilusiones”, dice Vania, porque solo el alcohol puede mitigar el resentimiento que sienten contra ellos mismos y hacerles volver a soñar que son más que personajes episódicos en el drama de sus vidas.
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— Fernán Gómez CCV (@fernangomezCCV) November 4, 2017
Más que una gran trama, se podría decir que esta obra es un conglomerado de tramas secundarias que conducen a un final único, sin conclusiones morales ni redención. La catarsis para el espectador surge al contemplar la degradación del alma que resulta de la vida ociosa, cínica y desesperanzada. La fuerza de la obra se encuentra en el subtexto, no en las palabras de los actores, sino en todo lo que subyace en ellas y en la destreza de estos a la hora de expresar todo aquello que no están diciendo. Es todo un reto para cualquier intérprete, pero en este caso los actores del Fernán Gómez lo han sabido sobrellevar con una estupenda originalidad. Como contagiados por una especie de caos interpretativo que casi parece improvisación – pero que está muy estudiado-, los actores dan una nueva y decadente vida a sus personajes. Desde Alejandro Cano, con una actuación casi de esperpento en el papel de Vania, hasta Teresa Hurtado de Ory, como Sonia, con su melancólica dulzura, todos son capaces de desentrañar el espíritu de cada uno de sus personajes.
Cuando, a principios del siglo XX, Stanislavsky empezó a introducir sus ideas revolucionarias en las representaciones de teatro, Tío Vania era uno de los vehículos idóneos para este propósito. La obra de Chéjov era tan moderna e innovadora como sus métodos. Cien años más tarde, Oriol Tarrasón nos presenta la misma obra reactualizando la puesta en escena, que ya fue la vanguardia de su momento, y diseñándola de tal modo que la acerca al espectador hasta los últimos límites del teatro. Si la obra de Chéjov se caracteriza por la cercanía y cotidianidad de sus situaciones, Tarrasón nos la acerca casi hasta tocarla. El público se encuentra al borde de convertirse en un actor más.
La representación es a tres bandas, de modo que el público prácticamente rodea el escenario y, para más provocación, los actores rompen la cuarta pared con total libertad, incitando falsamente a más de un espectador a salir al escenario. Por si fuera poco, José Gómez-Friha interpreta a la vez al profesor y a Teleguin, lo que es aprovechado en más de una ocasión para explotar una comicidad que está fuera del texto: el profesor reclama la presencia de Teleguin que, evidentemente, no se puede presentar, ya que es él mismo el que interpreta a ambos. Sorprendentemente, por muy rompedores que puedan parecer estos recursos, no están fuera de lugar. Hacen más por enriquecer la escena que por deteriorarla. Todos responden a una función clara de acentuar la cercanía de la obra y no a esa, tan frecuente, modernez injustificada. Aportan, en definitiva, una mirada nueva y original a uno de los hitos de la historia del teatro, dándonos la oportunidad de prevenirnos sobre el horror de una vida instalada en el cinismo y la desilusión.