MANUEL SÁNCHEZ CÁNOVAS | 08 de mayo de 2018
Mucho se ha escrito acerca de los aranceles del Gobierno del presidente Donald Trump sobre las importaciones chinas: 25% ad valorem sobre el acero y 10% sobre el aluminio, que no afectan, temporalmente, a la Unión Europea. Como represalia, Pekín anunció nuevos aranceles para una batería de productos norteamericanos, industriales y agrícolas ( tres
mil millones), de regiones que prestaron su apoyo a Trump en las últimas elecciones presidenciales. La respuesta de Trump fue inmediata: subidas arancelarias para más de 1.200 productos de alta tecnología industrial, médicos y de transporte esenciales para la modernización industrial china; aranceles con impactos en 50.000 de los 375 mil millones de dólares (algo más del PIB anual de Cataluña y las dos Castillas) que supone el déficit comercial norteamericano con China. Trump pretende, así, parar las prácticas de piratería de la propiedad industrial e intelectual de las empresas occidentales, bastante comunes en China.
Donald Trump se aferra al proteccionismo y plantea una guerra arancelaria para el metal
Menos se ha hablado de la Inversión Extranjera Directa, IDE, con trasfondo proteccionista: el Gobierno chino suspendió la adquisición de la empresa holandesa NXP Semiconductors por la americana Qualcomm, alegando un monopolio en los mercados estratégicos de semiconductores. Como contrapartida, las empresas ZTE y Huawei fueron vetadas en las compras de equipos electrónicos y telefonía de las Administraciones públicas de los Estados Unidos y a las empresas americanas les está prohibido vender componentes a ZTE durante 7 años, por haber vendido equipos a Irán. Los americanos temen, con razón, que el software o el hardware incluidos en el equipamiento chino puedan servir para espiar al Gobierno de los Estados Unidos. Paralelamente, tanto en la Unión Europea como en Estados Unidos se repiten casos en los que las inversiones chinas en tecnologías estratégicas han sido vetadas, por razones relativas a la Seguridad Nacional.
Con todo, hasta finales de abril de 2018, cuando el Financial Times anunció que «Donald Trump tiene razón: China tiene que respetar las reglas» (del comercio e inversión internacionales), pocas han sido las visiones positivas sobre el estado presente de las relaciones económicas sino-norteamericanas. Los más optimistas, en un entorno de altas tasas de crecimiento económico en Estados Unidos y Europa, ya llevamos más de quince años indicando que Trump «tiene razón» para con la piratería, el dumping social; medioambiental; las enormes restricciones (por ejemplo, Facebook, Google o Amazon no pueden operar en China) y las dificultades con las que se encuentran las empresas occidentales en China, como corrupción, xenofobia, nacionalismo o simple inseguridad jurídica y administrativa. Hasta que Trump no ha levantado la voz, ni los gobiernos occidentales ni sus empresas se han atrevido a quejarse de la situación en China, por miedo a ser excluidas de sus prometedores mercados, por no hablar de los miles de «expertos» en Occidente, a sueldo de Pekín. No sorprenden, pues, nada las nuevas medidas de presión sobre las empresas extranjeras, obligadas a transferir alta tecnología a las empresas locales para que contraten a miembros del Partido Comunista para cargos en sus consejos de administración en China.
Very thankful for President Xi of China’s kind words on tariffs and automobile barriers…also, his enlightenment on intellectual property and technology transfers. We will make great progress together!
— Donald J. Trump (@realDonaldTrump) April 10, 2018
Sería oportuno, pues, analizar los determinantes políticos en la delicada relación chino-americana. Entre estos, la bajísima tasa de ahorro de los Estados Unidos, causa principal de los altos déficits de cuenta corriente y de capital de la economía americana. Trump tiene problemas para financiar la Inversión Nacional y el primer país deudor de los Estados Unidos es la misma China. Otro aspecto estratégico es el reforzamiento del autoritarismo político chino, que se deja notar en el extranjero, institucionalmente y a través de la gestión de las empresas chinas. Si Pekín se desprendiera de una parte de sus 1,17 billones de dólares atesorados en forma de letras del Tesoro de Estados Unidos, el tipo de cambio del dólar se desplomaría, con consecuencias desastrosas para la economía mundial.
Siendo China un país que crece al 7% anual y donde la sensación de prosperidad es algo nuevo, Pekín se podría permitir esta «opción nuclear» de venta de activos americanos; las características autoritarias del régimen permitirían amortiguar las gravísimas consecuencias económicas de su aplicación: la población civil las podría «digerir» como hiato en una trayectoria exitosísima de mejoras en su condición. Por la otra parte, en los Estados Unidos el comercio exterior solo supone menos del 12% de su PIB, por lo cual, forzados a elegir entre la «colonización» de los Estados Unidos por empresas chinas y el proteccionismo, con «opción nuclear» o sin ella, probablemente optarían por lo segundo: el primer impacto de otra devaluación ulterior del dólar sería la caída del valor de la enorme deuda externa americana.
Sin embargo, aunque la economía China pudiera soportar una guerra económica con los Estados Unidos, no está claro que el Partido Comunista la fuera a sobrevivir. La legitimidad del Partido se basa en las altas tasas de crecimiento económico que el partido procura, y en la propaganda xenófoba, reflejada en sus demandas territoriales arbitrarias en el Mar de China. Las decenas de miles de disturbios y manifestaciones continuamente reprimidas, así como la cruenta represión política para con disidentes y minorías étnicas (uigures y tibetanos, entre otros), ponen de manifiesto situaciones de enorme injusticia, desde la especulación o apropiación indebida de terrenos al destrozo del medio ambiente. Un parón de la actividad económica, consecuencia de una guerra comercial, amplificaría estas tensiones de orden doméstico, forzando probablemente reformas liberalizadoras en el ámbito político.
Los tratados de libre comercio en vilo . Trump opta por el proteccionismo y China crece
En conclusión, China y los Estados Unidos están obligados a entenderse: ni el Politburó se puede permitir una guerra comercial, ni es factible que Estados Unidos pueda obtener recursos financieros alternativos para cubrir sus enormes déficits en el corto plazo. La reforma fiscal de Trump parece dirigir a los Estados Unidos al mínimo común denominador en lo social del modelo chino (dumping social y económico): a corto plazo, podría alzar las tasas de ahorro, pero a largo tendrá impactos en el gasto social y la deuda pública (105% del PIB).
Xi Jin Ping ahora habla de proteger los derechos de propiedad intelectual occidental en China y aumentar sus importaciones para equilibrar sus enormes superávits con el mundo libre. Mientras tanto, Trump, tras rechazar el Trans Pacific Partnership, el tratado de libre comercio con sus aliados en el Pacífico, ahora propone un acercamiento de los Estados Unidos al nuevo TPP, el CPTPP. En suma, en un país, China, donde son necesarias 182 firmas para abrir un negocio, ¿se pueden ustedes imaginar 42.000 autónomos españoles en China, el mismo número de autónomos chinos en España? La capacidad administrativa, las reformas legales y en política comercial necesarias para alcanzar estos objetivos se antojan un esfuerzo imposible a corto, tan poco realista como pretender doblar las tasas de ahorro privado norteamericano. De cualquier modo, y sin reformas liberalizadoras o conducentes a una mayor seguridad jurídica y trato igualitario de las inversiones extranjeras en China, ¿tiene sentido aumentar la exposición de las empresas occidentales al mercado chino?
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.