Ana Samboal | 07 de febrero de 2019
Los indicadores adelantados venían avisando desde hace meses, pero no se ha hecho nada y, en enero, los datos de paro han encendido las alarmas. El número de inscritos al cierre en las oficinas del SEPE (Servicio Público de Empleo Estatal) supera los 80.000 y, lo que es peor, de las listas de la Seguridad Social se han caído más de 240.000 afiliados de media.
https://twitter.com/empleogob/status/1092335394274922502Las cifras son malas, muy malas y mal haríamos en creer que estamos ante un puntual desarreglo fruto del final de la campaña de Navidad en los comercios o que debemos esperar a ver si a lo que nos enfrentamos es a un desajuste puntual o estamos ante un punto de inflexión en la evolución del mercado laboral. Entre otras cosas, porque los Reyes Magos llegan el 6 de enero y el primer día hábil del año, el 2, más de 600.000 se dieron de baja.
Mes a mes, a lo largo de 2018, el ritmo de caída del paro ha ido decreciendo desde el siete y medio al cinco por ciento. En 2019, ha subido cerca de un tres. Tarde o temprano, tenía que ocurrir, pero lo hace cuando aún tenemos más de tres millones de desempleados. Desde 2015, cuando la economía repunta con fuerza tras salir de la gran recesión, cuando los rendimientos de la reforma laboral de 2012 hacen pleno efecto, no se ha tomado una sola decisión para apuntalar la creación puestos de trabajo. Si acaso, al contrario.
Así es cómo la subida de los sueldos y del salario mínimo perjudicará a los trabajadores
Los economistas calculan que el crecimiento marginal del Producto Interior Bruto como consecuencia de las reformas que hizo Mariano Rajoy en sus primeros meses como presidente apenas supera el uno por ciento. El resto, hasta rebasar con holgura el tres por ciento que hemos anotado los últimos años, lo han aportado los célebres vientos de cola: el pujante turismo, favorecido por el declive de los mercados competidores del norte de África; el bajo precio del petróleo o las políticas expansionistas del Banco Central Europeo.
Mecidos en esa favorable brisa, hemos dejado pasar una oportunidad de oro para profundizar en las reformas que demanda el mercado laboral y los datos de paro de enero deberían hacernos despertar de ese sueño.
Si desde 2013 hasta mediados de 2018 se ha hecho poco o nada para favorecer la competitividad de las empresas y la economía o para remover obstáculos al empleo, tras la moción de censura que llevó a Pedro Sánchez a La Moncloa hemos dado un paso más: no pasa una semana sin que el inversor o el empresario se vean sacudidos por un nuevo sobresalto que los disuada de apostar por España.
El día que una ministra no nos anuncia el fin inmediato del diésel, llega otra a darnos la nueva del advenimiento de una adicional sobrecarga de impuestos o de la subida en vertical del salario mínimo y de las cotizaciones que pagan los autónomos. Y eso por no hablar del cambalache político en que se ha convertido la negociación del proyecto de presupuestos, donde lo que menos parece importar a estas alturas es el bienestar y el progreso de los ciudadanos.
Presupuestos tóxicos: el Estado no pertenece al político que lo administra
Los datos de paro de enero deberían haber representado un aldabonazo y, sin embargo, no han pasado de ser otro titular catastrófico de primera página que se olvida al día siguiente. Pronto hemos olvidado las desdichas económicas recientes. La realidad acabará por ponernos de nuevo en nuestro sitio: en un mundo global, en el que el dinero se mueve con facilidad de un lugar a otro en cuestión de horas, hoy no existe ningún atractivo económico para apostar por España más allá de la solidez de nuestras empresas, castigadas día sí, día también, por la voracidad de Hacienda.
El capital, en el mejor de los casos, está parado, a esperar y ver qué ocurre en el Congreso de los Diputados. En el peor, invertirá o se refugiará en otros destinos más seguros. Y eso acaba pagándose en términos de riqueza y puestos de trabajo. Lo único bueno es que aún estamos a tiempo de revertirlo si queremos.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.