Diego Vigil de Quiñones | 03 de diciembre de 2018
Constantemente se escucha hablar del impuesto de sucesiones tildándolo de injusto, confiscatorio o generador de desigualdades entre españoles por sus diferencias territoriales.
Para poder afrontar con criterio este debate, hay que valorar tres características fundamentales de este impuesto de sucesiones: 1º- Es un impuesto cedido a las comunidades autónomas, las cuales pueden establecer rebajas, deducciones o mínimos exentos. 2º- Es un impuesto de escaso poder recaudatorio. 3º- Es un impuesto de alto contenido ideológico, pues cobrarlo corrige las desigualdades sociales causadas por la herencia y limita la libertad para transmitir la propiedad, aspectos ambos tenidos en cuenta en la Constitución.
Estas tres características son fundamentales para comprender lo ocurrido a partir de finales de los noventa: algunas CC.AA. gobernadas por el PP decidieron hacer importantes rebajas del impuesto. Al tener poco peso recaudatorio, la incidencia presupuestaria de suprimirlo no fue mucha, pero el rédito político simbólico ha sido muy grande: se ha creado una cultura social contra este impuesto, se ha generado un debate, hay incluso una plataforma contra el mismo (cosa que no ocurre contra los demás impuestos), miles de personas han cambiado su domicilio fiscal para tributar donde menos se paga, e incluso algunos Gobiernos de izquierda han introducido generosos mínimos exentos (Andalucía, Asturias, Galicia desde tiempos del bipartito).
Ante este panorama social donde la defensa del impuesto es cada vez más difícil, los expertos propusieron cambiar el diseño general del impuesto, obligando a todas las CC.AA. a cobrarlo entre un mínimo y un máximo. Dicha propuesta fue defendida por Ciudadanos al principio de la legislatura, aunque después ha pretendido la supresión total (evolución sintomática del estado de opinión). Se ha pretendido con ello deslegitimar la competencia entre territorios, que no es en absoluto mala según los economistas, y que al fin y al cabo deriva del sistema autonómico vigente.
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Por otra parte, el impuesto de sucesiones hay que valorarlo en el contexto constitucional vigente. No podemos olvidar, por un lado, que es un impuesto que grava una variable fundamental de la capacidad económica de las personas como es la herencia. Y la capacidad económica es, según la Constitución, la medida del deber de contribuir. Llegar a un punto en que no se pague por heredar sería una injusticia con quien apenas hereda pero genera mucho trabajando.
Más grave resulta el hecho de que es un impuesto que lesiona gravemente el derecho de propiedad al condicionar su transmisión y que el mismo, en su actual diseño, puede llegar a ser confiscatorio. Lo primero, la propia Constitución lo solucionó estableciendo que la función social actúa como determinante de los derechos de propiedad y herencia. Lo segundo, la confiscatoriedad, es abiertamente anticonstitucional, pero también lo sería vaciar de contenido el impuesto. Otra cosa es que consideremos que la Constitución esté mal en este punto, pero entonces que se diga y que se abogue por cambiarla, y no por saltársela a base de políticas demagógicas.
Un último fleco nos obliga a diferenciar el impuesto de sucesiones de la plusvalía municipal o impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana. Mucha gente se queja de que hay que pagar mucho al heredar, pero no cae en la cuenta de que es por la plusvalía y no por sucesiones. Cierto es que la plataforma «Stop Sucesiones» reclama la supresión de ambos impuestos, pero también es cierto que la competición política instaurada no habla nunca del problema de la plusvalía, que es igual para todos los municipios de España.
Una adecuada reordenación de la tributación de la herencia tal vez pasaría antes por suprimir la plusvalía municipal en las transmisiones gratuitas como las sucesiones, que en atacar al impuesto de sucesiones. Otras mejores podrían ser establecer exenciones en razón del bien heredado (por ejemplo, que no se tribute por heredar bienes de difícil venta: por ejemplo, ubicados en zonas tendentes a la despoblación) o demorar el pago por los nudo propietarios hasta que se extinga el usufructo (que es cuando verdaderamente la capacidad económica ha aumentado). Si esto no se hace, y el debate sigue por donde va, tal vez el impuesto termine desapareciendo y se acabe pagando más a través de otros impuestos que no son ni más justos ni mejores. Renovarse o morir.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.