Manuel Sánchez Cánovas | 22 de febrero de 2019
El miedo a una guerra comercial ante la subida de aranceles en EE.UU. para las importaciones chinas está detrás de procesos liberalizadores en Asia. No hay evidencias de que esta política comercial sea la causa de la próxima crisis mundial.
La respuesta a la China proteccionista que no respeta las reglas del comercio internacional, tanto en la Unión Europea como en los Estados Unidos ha sido contundente: restricciones a las inversiones chinas en sectores estratégicos occidentales, de alto contenido tecnológico o por razones de seguridad nacional. China roba la propiedad intelectual de las empresas occidentales en este país, en inferioridad de condiciones frente a sus clones patrios (réplicas exactas, como Huawei o Xiaomi lo son de Apple), subvencionadas ilegalmente y favorecidas en términos de licencias y acceso al crédito frente a empresas extranjeras.
Todo esto sin hablar del dumping social y medioambiental chino, la falta de derechos de los trabajadores o el autoritarismo: así no se puede competir. Además, Facebook, Alphabet y Amazon tienen prohibido el acceso al mercado chino, favoreciendo al Gran Hermano chino de Internet y a sus grandes tecnológicas locales, como WeChat (Tencent) o Alibabá.
¿Puede China cambiar sus prácticas proteccionistas de décadas en pocos meses para acomodarlas a los intereses americanos legítimos? Es bastante improbable; los aranceles ya impuestos por Donald Trump probablemente seguirán ahí e incluso aumentarán en el largo plazo. Pero que esto fuera a desembocar en una guerra comercial abierta o a inducir otras entre bloques económicos está por ver: EE.UU. teme la colonización económica china, como atestiguan los enormes déficits de balanza de pagos con China, que comparte con países como España y Reino Unido, además del enorme déficit americano en la cuenta de capital financiado por la propia R.P. China.
Sin cambios en la política y administración económicas chinas, sin juego limpio que permita a las empresas occidentales competir en igualdad de condiciones, Occidente se metería aún más en una trampa típicamente china. Esto es así aunque Pekín haya ofrecido aumentar sus compras de productos americanos, como las de soja, políticas de empresas públicas chinas de circunscripciones afines a Trump: Beijing señaló la soja como objetivo prioritario para subir sus aranceles de importación como represalia a las subidas americanas, pero ahora sube sus compras puntuales de soja sin aranceles.
Nadie cree que vaya a haber juego limpio en materia de IED (inversión extranjera directa) en el gigante asiático: ya en 2003, en lugar de las flores de Mao, se podía hablar del “Dejad florecer 100 mil inversiones extranjeras” de Deng, como apuntaba Tim Clissold en su Mr. China, y como observé in situ en materia de pymes. Miles de empresas occidentales atraídas por supuestas “grandes oportunidades” solo encontraron grandes problemas, siendo canibalizadas por la corrupción y la “ley de los hombres” chinas.
¿Puede el 25% (como máximo) de aranceles sobre 250 mil millones de dólares de productos chinos provocar una crisis mundial, teniendo en cuenta que la economía americana tiene un tamaño de 19 billones, y la mundial de 127? En principio no resulta plausible, todo depende de los rumores y del instinto de horda de los demás bloques comerciales.
Por tanto, ¿tiene sentido que el escenario de guerra comercial con China determine el reciente acuerdo de libre comercio de la UE con Japón y la aceleración de las negociaciones para facilitar la apertura a la ASEAN (Singapur), así como el nuevo Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, el TPP, sin los EE.UU. entre las potencias amigas de Washington que liberaliza el comercio en el Pacífico? ¿A alguien le preocupa la creciente deuda pública y privada en EE.UU., China y la UE como causa de una futura recesión?
Estos acuerdos, a primera vista, parecen apresurados: compensan mayores aranceles en EE.UU. para con China con menores aranceles, bajando las defensas europeas, de Canadá, Australia y Nueva Zelanda en Asia. Todo esto teniendo en cuenta que la Unión, recientemente. ha tenido que aplicar aranceles sobre el acero chino (al no poder entrar en EE.UU., la producción fue desviada al mercado europeo, inundando los mercados), así como sobre otros productos de la ASEAN, como los de Camboya, país en la órbita china con el que suspendió el acuerdo de Preferencias Comerciales por dumping social.
¿Benefician estas medidas a la Unión? Parecería que sí, pero los acuerdos con Japón y la ASEAN probablemente beneficien más a los partenaires asiáticos que a la misma Unión, más allá de los beneficios económicos esperados, partiendo de modelos liberales de comercio internacional discutibles. ¿Se trataría de acuerdos rápidos para apagar el fuego americano, sin tener en cuenta estudios agregados serios en la creación, destrucción, desvío de comercio, utilidad y riqueza a escala comunitaria a nivel agregado, así como los impactos del nuevo proceso liberalizador, a nivel regional y sectorial europeos? Probablemente sí; Japón y los países de la diáspora china de la ASEAN también son altamente proteccionistas, luego la supresión de aranceles solo es la punta del iceberg.
Desde el proteccionismo técnico al administrativo, desde el perfeccionismo burocrático japonés a la falta de capacidad administrativa en la ASEAN, son países altamente nacionalistas y xenófobos (Japón) extravertidos y, en el caso de la ASEAN, con alta corrupción y no muy amistosos para con los empresarios occidentales, por no hablar de envidias y conflictos históricos de largo calado.
Esto tiene impactos obvios en términos de liberalización de la IED. Las diferencias culturales, lingüísticas, legales (véase el caso de Carlos Ghosn en Japón) y administrativas son enormes (véase la “guanxi” china, donde las redes de empresas comerciales no contratan siguiendo una racionalidad occidental, sino dentro de las familias extensas). Esto es así por no hablar del nivel de concentración de la distribución en países como Japón, Singapur o Malasia, donde dominan las Trading Houses, grandes empresas que férreamente controlan la distribución, sin las cuales es muy difícil colocar los productos.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.