Agustín Domingo Moratalla | 19 de diciembre de 2018
Hace unas semanas, Pascal Lamy, exdirector de la Organización Mundial del Comercio y uno de los directivos europeos más influyentes, afirmaba que la globalización ha transformado el “proletariado” en “precariado” (entrevista de N. P. Montojo en El País, 28/10/2018.). Con ello, no solo estaba mostrando la insuficiencia de los sistemas tradicionales de protección de los trabajadores, sino que apuntaba hacia un cambio en el mismo concepto de trabajo. Sus reflexiones plantean un triple desafío para repensar la ética del trabajo en la era digital.
Hay un desafío de naturaleza política y organizativa, porque ya no resulta tan fácil describir las clases sociales y el colectivo de trabajadores que pueden ser descritos como ‘proletariado’. Las dinámicas del movimiento obrero y sus organizaciones sindicales sufrieron una crisis importante con el paso de sociedades industriales a sociedades posindustriales y, con ello, se desplazó el trabajo como fuerza al trabajo como conocimiento o gestión de la información. La universalización de prestaciones básicas, la consolidación del Estado social y la movilidad social en sociedades abiertas impiden aplicar los mismos rasgos del proletariado del siglo XIX al del siglo XXI.
Hay un desafío económico relacionado con los cambios tecnológicos y financieros, porque los capitales no tienen fronteras. Con ello, la capacidad de presión, fuerza o poder que tenía el proletariado ha cambiado. El precariado describe una economía más atomizada e individualizada, más flexible y adaptativa. Con ello, el miedo a la rebelión de las masas o de la clase trabajadora organizada en proletariado ha desaparecido. El precariado responde a un tiempo en el que no solo han desaparecido las masas de trabajadores, sino el propio tejido social, es decir, un tiempo hiperindividualista donde la persona, a su vez, se descubre también hiperfrágil e hipervulnerable.
También hay un desafío ético. El trabajador ya no se encuentra solo y aislado en la defensa de su puesto de trabajo o empleo, sino que se comprende como socialmente frágil y vulnerable. El proletariado está asociado a redes comunitarias de reconocimiento y apoyo mutuo, redes totalizantes que corrían el riesgo de anular la singularidad, individualidad y creatividad personal. El precariado está asociado a enjambres de intereses particulares y puntuales, también a redes ocasionales y volátiles más vinculadas a la volatilidad de las tecnologías que a la negatividad de las experiencias cotidianas.
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Lo dramático del precariado no está solo en su patológica naturaleza individualizadora de la actividad laboral, sino en el corrosivo utilitarismo del que emerge. Al sustituir el término ‘clase’ o ‘tejido’ para describir al todo de la sociedad, solo nos queda el término ‘enjambre’ o ‘celda’ para agregar relaciones. No hay generación, solo mecanización. Mientras que el marco narrativo de proletariado incluye la protección y mutualidad, el marco narrativo del precariado solo incluye la individualidad y la utilidad. Es más, ha descrito Richard Sennett, al trabajador no le está permitido declararse un ser necesitado de los demás (Cfr. R. Sennett, La corrosión del carácter. Anagrama, Barcelona, 2000, p. 148). Al avergonzarse de sentirse frágil, dependiente o inútil para determinadas actividades, el ciudadano pierde la confianza en sí mismo y en aquellos que lo rodean.
Si el marco narrativo del proletariado nos remite a unos sistemas de protección garantizados y gestionados por el Estado de bienestar, el marco narrativo del precariado nos devuelve a cierta ley de la selva, donde no hay una protección sistémica, sino una protección simbiótica u ocasional. Sennett describió esta situación en términos de corrosión de carácter, es decir, en descomposición moral del ethos personal. Carecemos de un marco narrativo que, en lugar de promover un despersonalizador Estado de bienestar, apunte hacia un personalizante Estado de justicia, es decir, un marco que promueva una sociedad de los cuidados en la que tan importante como el tiempo de trabajo sea el tiempo vital, en el que la vida activa no se confunda con la vida acelerada, útil o instrumental.
Deberíamos empezar a reconstruir los marcos comunitarios de vida personal. Un marco que conceda centralidad a la persona (no a sus funciones de “ciudadano”, “usuario”, “consumidor”, “paciente”, etc…) y no piense el complejo mundo de las relaciones humanas en términos de productividad. Para ello, no podemos limitarnos a pensar la vida personal desde el activista imperativo del trabajo, del consumo o del ocio, sino del sentido y valor.
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Los sistemas de protección tienen que ser pensados de nuevo, desde su raíz, para que estén al servicio de las personas y no que la vida de las personas esté al servicio de ellos. Aunque la digitalización y la robotización han comenzado a generar precariado, también están desempeñando una función terapéutica: están deconstruyendo la ética protestante que animó la voracidad del capitalismo.
Y si no creen que esto es verdad, pregúntenle a B. Ch. Han: “La crisis actual no está menos vinculada a la absolutización de la vita activa. Esta conduce a un imperativo del trabajo, que degrada a la persona a animal laborans. La hiperkinesia cotidiana arrebata a la vida humana cualquier elemento contemplativo, cualquier capacidad para demorarse. Supone la pérdida del mundo y del tiempo. Las llamadas estrategias de desaceleración no son capaces de acabar con la crisis contemporánea. En realidad, no hacen más que esconder el verdadero problema. Es necesaria una revitalización de la vita contemplativa. La crisis temporal solo se superará en el momento en que la vita activa, en plena crisis, acoja de nuevo la vita contemplativa en su seno” (B. Ch. Han, El aroma del tiempo. Herder, Barcelona, 2015, pp. 10-11).
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