La realidad educativa responde a un entorno plástico. Por lo que, partiendo de esta realidad, podemos echar a perder una buena escuela sin mejorar el resto, y reverdecer un mal colegio a la par que mejora el resto.
Ni este decreto ni, por lo que parece, las nuevas reformas que se avecinan, afrontan los enquistados problemas de la parte pública de nuestro sistema universitario, denunciados desde hace tiempo, por expertos e informes ministeriales
Entre los falsos aprobados y las violencias auténticas, nacionalistas, xenófobas y separatistas hay una relación directa que nuestros gobernantes maternalistas no quieren asumir, pero es su responsabilidad.
Puesto que no sabemos en qué trabajará la gente en la próxima década, es decir, a qué desafíos se enfrentarán los alumnos, ¿no será mejor idea, para su capacitación profesional y sus posibilidades creativas, conseguir que sepan mucho, en vez de poco?
La Ley Orgánica del Sistema Universitario que prepara el ministro Castells ahonda en un intervencionismo que frena la competencia y la calidad.
La visión antropológica sobre la que descansa una educación que tiene como objetivo último la autonomía del menor empobrece el proceso de inculturación del ser humano.
Educamos para la felicidad y la eficacia, y los neurólogos más prestigiosos del mundo indican que se aprende mejor con el juego, con la pasión y con un propósito en mente. Hacen falta menos notas y más nivel académico, menos exámenes y más comprensión de la belleza.
Propondría una antigua cultura del esfuerzo, aquella que predominaba hace algunas décadas y que nuestros mayores practicaban con asiduidad. Partía del hecho de que el hombre es un ser libre, pero que su libertad no estaba garantizada.
Desde una perspectiva de derechos humanos, parece obvio que el ejercicio de la libertad de los padres para elegir una educación aceptable y adaptable no puede depender del nivel de renta de las familias.