Redacción El Debate | 25 de julio de 2018
La Tercera de ABC del 23 de julio de 2018 publicaba un artículo del presidente de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP), Alfonso Bullón de Mendoza, sobre la elección por parte de los padres del modelo educativo de sus hijos. Un texto escrito en respuesta a las palabras de la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, que anunciaba, según el autor, «un programa de gobierno lleno de buenas intenciones».
El discurso de la ministra de Educación y Formación Profesional ante la comisión del mismo nombre del Congreso de los Diputados responde a lo que cabía esperar: el avance de las líneas maestras de un programa de gobierno lleno de buenas intenciones. El problema es que cuando se profundiza en su contenido se observa que, junto a algunas ideas interesantes y tópicos difíciles de evitar, aparecen afirmaciones muy discutibles.
La primera de ellas plantea, de forma textual, «la primacía de la escuela pública como eje vertebrador del sistema educativo». Entra pues la ministra en una cuestión a mi parecer secundaria, el hecho de que la educación, un servicio público, sea impartida por centros de titularidad estatal o de iniciativa social. Y entra de forma militante, no diciendo que se esforzará por mejorar los centros de titularidad pública, lo que sin duda es encomiable y deseable, sino señalando su primacía, es decir, tomando partido, pues en contra de lo que marca la siempre deseable imparcialidad de una administración cuyos recursos no son otros que los que capta de los ciudadanos a través de los impuestos, no se plantea que exista «un mercado educativo» al que concurran en igualdad de condiciones centros públicos y de iniciativa social, sino que deja claro que la escuela de titularidad pública «tendrá la debida preeminencia». Entrar en cuestiones tales como que el coste por plaza de la enseñanza concertada es mucho menor que el de la pública, o que son muchos quienes pudiendo elegir optan por la primera de ellas, no tiene cabida en estas breves líneas, porque los planteamientos de la ministra son ideológicos, y nada tienen que ver con un coste que ella no paga de su bolsillo, ni con los derechos de las familias, que como veremos no reconoce. De aquí que se proponga suprimir la oferta de plazas según «la demanda social», pues no le importa lo más mínimo.
«Tenemos una organización escolar demasiado rígida y homogénea», afirma la ministra, algo con lo que estoy de acuerdo. De aquí que no entienda porque su propósito es homogeneizarla aún más, empeñándose en poner dificultades a los centros concertados que han optado por la enseñanza separada de niños y niñas, práctica cuya legalidad ha sido avalada por diversas sentencias judiciales, y cuya conveniencia o no es objeto de discusión en el mundo educativo desde hace décadas, sin haber un criterio uniforme, y sin que nos expliquemos por qué el de la ministra debe prevalecer sobre el de los padres, sin duda los primeros y más interesados en obtener el tipo de enseñanza que más se adapte a las características de sus hijos.
De su propósito de dejar la religión como no computable a efectos académicos y crear una asignatura obligatoria de Valores cívicos y éticos, nada cabe decir, pues mucho mejor de lo que yo podría hacerlo lo ha hecho la comisión permanente de la Conferencia Episcopal: «La asignatura de religión debe tener una consideración adecuada en el sistema educativo. Es necesaria para una formación integral de la persona, según la libre decisión de los padres, y no puede ser sustituida por una ética del Estado impuesta por los poderes públicos».
La ministra es sin duda consciente de que algunas de las cuestiones que he comentado pueden ser objeto de controversia, y poniéndose la venda antes de la herida señala que si en otros ámbitos se ha llegado a acuerdos con más facilidad que en el educativo esto se debe a que «uno de los obstáculos para el acuerdo ha sido no advertir que el derecho a la educación recae sobre la infancia, sobre los hijos e hijas como individuos, tal y como dicta la Convención de los Derechos de la Infancia de Naciones Unidas (1989). Es decir, el derecho a la educación siempre recae sobre los individuos que son sujetos de aprendizaje, no recae sobre las familias, ni sobre los territorios, ni sobre las religiones. ¿Quién puede no estar de acuerdo con este matiz tan importante?».
La cita es larga, pero el gusto por la textualidad de los documentos es defecto frecuente entre los historiadores. Y el gusto por los documentos es también lo que me ha llevado a leer la Convención de los Derechos de la Infancia, buscando donde se recoge lo que la ministra nos cuenta, y debo reconocer que no lo he encontrado.
La Convención señala que la familia «como grupo fundamental de la sociedad y medio natural para el crecimiento y el bienestar de todos sus miembros, y en particular de los niños, debe recibir la protección y asistencia necesarias para poder asumir plenamente sus responsabilidades dentro de la comunidad». Es, además, especialmente respetuosa con los derechos de los padres, reconocidos en diversos artículos, como el 18: «Incumbirá a los padres la responsabilidad primordial en la crianza y el desarrollo del niño». Y también con la libertad de educación, expresamente contemplada en el artículo 29.2.
¿Piensa la ministra que las decisiones que competen a los menores, mientras estos no tienen capacidad de decidir por sí mismos, deben ser tomadas por el Estado, y no por sus padres? Evidentemente ha habido socialistas que pensaban así, como los que apoyaron el artículo 26 de la Constitución de 1931, que prohibía a las órdenes religiosas dedicarse a la enseñanza. Que el Estado se arrogue la primacía sobre los padres a la hora de tomar las decisiones relativas a la educación de sus hijos es una de las características de los regímenes totalitarios y sus defensores. A pesar de que el PSOE parece estar pasando por esa fase infantil del izquierdismo que denunciara Lenin, no creemos que haya involucionado hasta tales posiciones, máxime cuando a dicho partido se deben algunas de las medidas que más han hecho por la libertad de enseñanza en España, como la ley de creación, en 1993, de las primeras universidades privadas.
Aunque la conclusión del discurso es tan sesgada como su inicio: «Construyamos juntos una educación pública que sea la joya y el orgullo de nuestro Estado del Bienestar», la referencia posterior a «un amplio consenso histórico» deja lugar a la esperanza, pues somos muchos los que pensamos que hay que trabajar por la excelencia del sistema educativo en su conjunto, y que son los padres, y no el Estado, quien en un régimen de libertades como el que disfrutamos deben elegir el modelo de educación que desean para sus hijos.