Vicente Navarro de Luján | 26 de noviembre de 2018
El Ministerio de Educación pretende eliminar la asignatura de Religión como elemento curricular. Vivimos en una dinámica de renuncia de nuestras señas de identidad antropológica, sin tener en cuenta que las creencias forman parte de la historia humana.
Cada día tiene su afán, nos recuerda el viejo texto del Eclesiastés (3.1), un libro lleno de sabiduría del que no tendrán noticia alguna las generaciones de jóvenes españoles que desde hoy se acerquen a las aulas, como tampoco comprenderán a qué se refería Caravaggio cuando pintaba su cuadro Judit y Holofernes, ni entenderán nada cuando vayan recorriendo los muy numerosos museos que se sitúan desde el borde de los Urales hasta Nueva York, por no decir del arte bizantino o del primitivo arte cristiano. ¿Acaso, pensarán nuestros chavales, las catacumbas eran un refugio profético frente a una hipotética guerra de bombardeos?
Como fenomenología, la religión y las creencias religiosas forman parte inseparable de la historia humana, desde el homo pekinensis, que ya daba culto a sus muertos, hasta nuestros días, cuando las gentes en el día del 11-S (Torres Gemelas) llenaban los templos y lugares de culto, buscando una respuesta al mal y a la barbarie; por ello, ningún proyecto político de erradicación de la pregunta religiosa ha triunfado hasta el momento en que escribo estas líneas. ¿Somos seres mágicos o estamos traspasados por preguntas tremendas, en la línea de Soren Kierkegaard? ¿Quién le iba a decir a Vladimir Ilich Ulianov (“Lenin”) que, ochenta años después de su revolución, las iglesias de la ortodoxia rusa estarían llenas de fieles que, de nuevo, brindarían su esperanza vital en el encendido de una lamparilla votiva dedicada al icono de su devoción?
Sin llegar a esos extremos, resulta llamativo que, cuando la izquierda española llega al poder, una de sus obsesiones es la de reformar el sistema educativo y, sobre todo, erradicar la presencia de lo religioso en la escuela. En 1931, ya lo intentó Marcelino Domingo (ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes), quien eliminó por decreto la enseñanza religiosa en las escuelas, salvo a petición de parte, lo cual motivó una singular campaña de recogida de impresos en los que los padres pedían dicha enseñanza, movimiento promovido con gran éxito por el entonces arzobispo de Valencia, D. Prudencio Melo y Alcalde.
Ochenta y siete años después, seguimos en lo mismo, con una ministra de Educación poseedora de un nuevo proyecto educativo (¿?), uno de cuyos elementos basales es la eliminación de la asignatura de Religión como elemento curricular, su nula valoración como asignatura y su emplazamiento en horario que no tenga disciplina alternativa, previendo un desalojo global de las aulas (¡adolescentes!, ¡póntelo!) y una escasa presencia de quienes opten por recibir formación religiosa. Que tal propuesta viole frontalmente lo dispuesto en los artículos II, III y concordantes de los Acuerdos suscritos entre el Estado Español y la Santa Sede, en enero de 1979, parece que no disuade a nuestra ilustre gobernante, aun cuando tales acuerdos no hayan sido denunciados por este ni ningún Gobierno anterior. Se trata de convertir los hechos consumados en fuente del derecho, en la línea de lo que ya propuso el gran “imán” de nuestros actuales legisladores; hablo de Norberto Bobbio y su acrisolada doctrina del uso alternativo del derecho, tan asumida por una parte de nuestra clase dirigente.
No hace falta que Isabel Celaá se gaste mucho en el empeño, porque nuestra disgregada normatividad en el campo educativo ya hace posible que tres de cada diez centros públicos vascos no ofrezcan la asignatura de Religión como posibilidad educativa o que, a día veintiséis de noviembre, cuando escribo estas líneas, decenas de puestos docentes de profesores de Religión en los colegios de la Comunidad Valenciana estén vacantes y no hayan sido cubiertas por desidia o voluntad de la autoridad regional. Por supuesto que en el caso de otras confesiones religiosas la cosa no andará igual, sino que habrá un interés inusitado de nuestras autoridades en cumplir sus demandas.
¿Qué nos pasa? Lo que nos pasa, como diría Ortega, es que no sabemos lo que nos pasa, que andamos en una dinámica de renuncia de nuestras propias señas de identidad antropológica, que no hallamos algo alternativo creíble y durable, y preferimos lanzarnos hacia un ignoto vacío proyectivo, antes de reconocer que nuestra memoria e historia tenían algo de valioso. Jürgen Habermas, desde su agnosticismo, nos advirtió; otros, desde el vacío, quieren asomarnos al abismo.