Víctor Arufe | 09 de enero de 2019
Toneladas de deberes y poco tiempo para disfrutar de la infancia. Las horas interminables de trabajo y la presión en la escuela para alcanzar la excelencia se trasladan a casa. La cantidad no es símbolo de calidad.
La escuela tradicional siempre centró una importante parte de su atención en las tareas para realizar en casa, encomendadas por parte del docente al alumnado. Con el paso del tiempo y la consecución de una mayor libertad de expresión, especialmente a través de las tecnologías de la información y comunicación, se abrió la veda para que muchas familias opinen sobre los deberes que realizan sus hijos. Tal es la presión, que ya ha aparecido la primera ley en España que pone límites a la tarea.
Esa es la gran pregunta a la que hay múltiples respuestas. Respuestas que podemos encontrar en las familias, en los docentes, en el propio sistema educativo, en investigadores, en los niños, o simple y llanamente en la carnicería del pueblo. Hay tesis doctorales sobre deberes, artículos científicos, líneas de trabajo de muchos grupos de investigación… pero también hay familias sufridoras de los mismos, niños hipotecados y condenados a estar casi toda una tarde sentados en el escritorio de su habitación, viendo cómo pasa su infancia sin poder jugar en la calle o tener algo de tiempo para estar con la familia.
La maquinaria de la escuela es pesada, es de gran tonelaje y aplasta en ocasiones la vida de muchos niños. Niños que están sometidos a un régimen competitivo, productivo, de cuanto más mejor, que prima y valora únicamente el rendimiento académico frente a ciertos derechos universales de la niñez. Ahora imaginemos que en nuestro lugar de trabajo, tras cumplir nuestro horario laboral, nuestro/a superior/a nos indica que tenemos que realizar en casa, en nuestro tiempo de descanso, una serie de tareas. Creo que en tres días ya estaría organizada una manifestación global con miles de ciudadanos en la calle pidiendo y exigiendo al Gobierno el derecho al descanso tras la jornada laboral.
No debemos obsesionarnos con los resultados de los estudios científicos, si el hecho de hacer deberes mejora o no el rendimiento académico del niño, ni tampoco con rankings “absurdos” entre países y ver en qué puesto estamos en cuanto a la carga de deberes y, por supuesto, no nos engañemos y pensemos que los deberes atenderán a las necesidades de cada niño, porque es la escuela la que debe dar respuesta a esas necesidades y no el tiempo libre de los niños. Apliquemos el sentido común, la razón, el corazón…
Nuestra infancia pasa tan rápido que luego añoraremos el tiempo no disfrutado. Porque muchos deberes no producen disfrute, más bien, frustración, discusión entre padres e hijos, entre profesorado y familia. Incluso, los progenitores más atrevidos se forran de pinchos y hacen frente a los deberes invitando, amablemente o no, al profesorado a retirarlos. Es, sin lugar a dudas, un gran debate, pero quizá es además una tradición de las que sí se pueden suprimir y no provocaríamos ningún tipo de problema social.
En un artículo que publiqué en mi blog, hablé sobre el deber o placer de hacer la tarea, es un artículo contextualizado para la escuela competitiva. Si la escuela fuese menos competitiva, los deberes se podrían hacer incluso con pasión, disfrute y por iniciativa del niño. Es increíble pero así es; cuando uno aprende por gusto, por disfrute, sin prisas, suele pedir más. Y son esa curiosidad e interés los motores más eficaces del aprendizaje. La labor de los docentes debe ser presentar un exquisito plato, una buena apariencia de los contenidos a abordar y que poco a poco el alumnado vaya segregando saliva hasta pedir más. Ahí es cuando le invitaremos a buscar en su tiempo libre más información, a trabajar con pasión.
Apliquemos el sentido común y respondamos a estas 4 preguntas; luego reflexionemos si deberes sí o deberes no. ¿Tiene nuestro hijo tiempo para jugar en casa? ¿Tiene tiempo para jugar en la calle con otros niños? ¿Tiene tiempo para practicar algún deporte? ¿Tiene tiempo para pasar con nosotros?