Raúl Mayoral | 27 de enero de 2019
La Ley Celaá aparta a la familia de su fin principal: proporcionar a los hijos una buena educación. Los peligros de un Estado que ostenta el monopolio docente son letales. Los que quieren dominar la manera de pensar de una sociedad no apuestan por el progreso.
En pleno dominio hegemónico del comunismo soviético sobre media Europa, se celebraba en una escuela rural húngara un examen oficial. ¿Quién es Stalin?, pregunta un inspector a los alumnos. El niño, a quien de antemano le han ordenado las respuestas, dice sin titubear: Stalin es mi padre. ¿Y quién es tu madre?, pregunta de nuevo el inspector. Mi madre es el Estado, responde el alumno.
¿Qué quieres ser de mayor? Ante esa pregunta, el niño titubea y, en lugar de la respuesta impuesta, la de ser un trabajador leal y disciplinado, contesta valientemente: ¡Quiero ser huérfano!
De aprobarse la nueva ley de educación, Ley Celaá, los niños españoles parecerán huérfanos. En el texto no se recoge “el reconocimiento del papel que corresponde a los padres, madres y tutores legales como primeros responsables de la educación de sus hijos”, como aparece en la ley vigente.
Inquieta que las familias sean apartadas de una tarea tan crucial como la educación. Desde que un hijo llega al mundo, el fin principal de los padres es procurarle una buena educación. A ese logro, los progenitores dirigen y consumen sin excusas ni perdón todas sus energías, convencidos de que es la educación, más que la naturaleza, la causa de la gran diferencia que se advierte en los caracteres y conductas humanas.
Ante tal postergación paterna, cabe suponer que será el Estado el encargado de educar. Los peligros derivados de un Estado que ostenta el monopolio docente son letales. Además de pisotear el principio de subsidiariedad, al invadir un ente superior la esfera de acción de otro inferior, puede incurrirse en el adoctrinamiento en la escuela, propio de Estados totalitarios. Ello es una clara intromisión ideológica en espacios propios de la personalidad del individuo, cometiendo una usurpación de funciones estrictamente parentales.
El derecho a la educación entronca con el libre desarrollo de la personalidad y con la propia esfera de libertad personal. De ahí que con las enseñanzas y contenidos impartidos abusivamente pueda vulnerarse el derecho a la libertad de conciencia de los padres y del propio hijo. La Ley Celaá no solo socava el derecho de la familia a educar, además, restringe la pluralidad de ofertas educativas, poniendo coto a la libre elección de centros docentes. Tira al blanco contra la enseñanza concertada de forma absolutamente irresponsable, sin medir siquiera las nefastas consecuencias para las arcas públicas.
Con el sistema de distribución competencial de la futura norma se degrada el principio de igualdad al alentarse discriminaciones por razón del territorio. Se deja a la libre decisión de las comunidades autónomas la fijación del uso de la lengua castellana y la lengua cooficial como lengua vehicular o la determinación de las materias a cursar en cada uno de los territorios autonómicos. Los contenidos básicos de las enseñanzas mínimas se impartirán en el 55% de los horarios escolares en aquellas autonomías con lengua cooficial y en el 65% en aquellas que no la tengan.
El Gobierno argumenta que se trata de una regulación de las competencias educativas del Estado y las comunidades autónomas “respetuosa con el marco constitucional y basada en la cooperación y lealtad institucional”. Hablar de respeto y lealtad con lo que ha sucedido y está sucediendo en Cataluña, Baleares, Comunidad Valenciana o el propio País Vasco es burlarse de los españoles. No solo los padres tienen motivos para la inquietud ante la babelización de la enseñanza en España, también los editores de libros de textos alertan de la inestabilidad y desigualdad provocada por la disparidad de currículums escolares. Son muchos los que desconfían de una ley que rezuma revanchismo partidista y escarmiento ideológico.
Un sistema educativo por sí mismo no es suficiente para contribuir al progreso y a la prosperidad de un país. Requiere de un espacio de libertad que estimule la reflexión y el análisis, el debate y la discusión, o la prueba y el error. No apuestan por el progreso, ni siquiera por la justicia, aquellos que pretenden dominar la manera de pensar de una sociedad controlando la educación de sus miembros. Sin duda, quienes así piensan o actúan son enemigos de la libertad, de la libertad del hombre, de la libertad de los padres a decidir la educación de sus hijos y de la libertad de la sociedad a optar por una educación alternativa a la del Estado.