Juan Cantavella | 05 de diciembre de 2018
¿Saben de algún profesor que no haya pensado en tirar la toalla? ¿No han escuchado lamentos (desde maestros de primera enseñanza a profesores universitarios, pero en especial los que llegan de la enseñanza secundaria), sobre la fatiga, el desaliento, el agobio o el hastío que les invade cuando notan la actitud displicente y abúlica que predomina entre el alumnado? ¿Cabe sentirse motivados ante semejante panorama, que notan cómo se desliza hacia el naufragio? Seguro que habría coincidencia en las respuestas, porque siempre ha sufrido continuos zarandeos la docencia, pero no hay que desanimarse: nuestra obligación es seguir corrigiendo y corrigiéndonos.
Hace poco saltó una alarma más, aunque en esta ocasión el sonido fue estridente: el periodista y profesor de Comunicación en una universidad privada uruguaya Leonardo Haberkorn anunció que renunciaba a la enseñanza, porque se había cansado de pelear contra los móviles y las redes sociales, contra el absoluto desinterés que percibía en sus alumnos: confesaba que había llegado al agotamiento y se rendía. No sabe si algún día volverá a dictar clases. Por ahora, con todo su pesar, ha decidido retirarse.
Generación Z . Un móvil al nacer y un dominio de internet que supera al de sus padres
En el anuncio de despedida explicaba su interpretación de lo que observaba en las aulas: “A estos muchachos –que siguen teniendo la inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- les estafaron, que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más o menos lo mismo. Entonces, cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va bajando la guardia. Y lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera brillante. No quiero ser parte de ese círculo perverso”.
Por supuesto, las reacciones han sido de todos los calibres: desde los que muestran su comprensión porque están viviendo experiencias semejantes y albergan sentimientos del mismo jaez, hasta los que le achacan el no saber reciclarse y no haberse puesto al día, limitándose a la rutina de unas explicaciones que llamaban la atención hace años, pero que ya no “enganchan” a los últimos en llegar. Y abundan los que lo animan a que no lo deje, que se “reinvente” y que luche hasta el final, porque merece la pena.
La infelicidad de los “me gusta” . Lo que da sentido a la vida es vivir, no hacer ni parecer
Leonardo Haberkorn no es un periodista cualquiera. Ha trabajado en prestigiosas cabeceras y ahora es el corresponsal en Uruguay de la agencia Associated Press. Mantiene el blog El Informante y ha publicado varios libros que se asocian con el periodismo de investigación. Conocemos el capítulo “El último Hitler uruguayo”, que se incluye en la Antología de crónica actual latinoamericana (Alfaguara, 2012). En conjunto, una actividad profesional admirable, también con prestigio entre antiguos alumnos, pero que parece haberse descompuesto con la respuesta que encuentra ahora. Desde la perspectiva de un colega, lo menos que podemos decir es que comprendemos su reacción.
Si nos centramos en la enseñanza universitaria de determinadas carreras, tendríamos que concluir que la situación se torna peliaguda con frecuencia, pues se aprecia en buena parte de los alumnos un absoluto desinterés por aprender, solo ansiosos de conseguir el título; que se muestran más pendientes del móvil que de cualquier incitación para el aprendizaje (capaces de formular una pregunta, pero desinteresándose de la respuesta a renglón seguido); informados hasta en los menores detalles de lo que les motiva, pero con una ignorancia supina de todo lo demás (lo que en alumnos de Comunicación es casi delictivo); esperando que el profesor se comporte como un entretenedor, que les divierta, aunque sea con planteamientos infantiles y por supuesto sin ninguna exigencia, cuando no hay instrucción sin esfuerzo. Estudian sin vocación carreras que desconocen y por las que solo sienten una débil inclinación.
No estamos los profesores libres de culpa. Esperamos que los alumnos se rindan ante la superioridad de nuestros títulos y conocimientos y ante la autoridad que emana de nuestras investigaciones. Repetimos lo que hemos enseñado siempre y con los métodos de siempre, esperando que los alumnos de hoy reaccionen de la misma manera que los de ayer. Prescindimos de ponernos al día en métodos pedagógicos, como si solo importara el qué y no el cómo. Un antiguo proverbio chino dice que “si quieres entrar en un pentágono y no lo consigues por ninguno de los cinco lados, busca el sexto”.
Hay tarea por delante. Rendirse no es posible la mayoría de las veces y tampoco es lícito claudicar cuando nadie nos ha dicho que sea fácil lo que pretendemos. Nos hallamos ante un público apático y descuidado, poco motivado y que no ha recibido la exigencia de los padres (solo la superprotección), ni tal vez la de esos maestros que muchos tuvimos la suerte de encontrar y que se convirtieron en modelo y guía para el resto de nuestra vida. Quizá tengamos que suplir todas esas carencias, pero vale la pena luchar por sacar adelante a todos ellos y, si no a todos, al menos a esa minoría que identificamos enseguida en el aula, que está deseando aprender, que merece nuestra entrega entusiasta y a la que no es justo defraudar.