Fernando Lostao | 10 de abril de 2018
La palabra ‘máster’ es una de esas que de tanto manosearlas ha perdido fuelle o fuerza identificadora. Ha sido y es utilizada por todo tipo de instituciones docentes, públicas y privadas, oficiales y no oficiales, universitarias y no universitarias, de enseñanza superior y de enseñanzas medias. Tan es así que la nueva normativa académica le ha puesto el apellido de ‘universitario’ para distinguir los másteres que constituyen en la actualidad el segundo ciclo universitario del resto.
En realidad, no fue hasta el curso 2006-2007 cuando se introdujo en España el máster como programa oficial universitario de segundo ciclo, siendo el grado el primero y el doctorado, el tercero. Y esta incorporación se produjo como consecuencia del llamado proceso de Bolonia, con el fin de que la estructura de programas universitarios oficiales en la universidad española fuera semejante a la del resto de países incorporados a este proceso.
Pues bien, todas las universidades pretenden tener un buen catalogo de másteres y compiten con fuerza en el mercado por ganarse el interés del alumnado y porque luego, una vez graduados, hablen bien del programa y de la universidad que lo imparte.
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Pero dado que el alumno es un bien escaso, se hace necesario darle las máximas facilidades para que pueda matricularse: flexibilidad en el momento de la matrícula, en la asistencia a clase, en las vías para obtener los conocimientos y habilidades propias del máster y también flexibilidad en la forma de evaluación. Todo ello es lógico, dado que las universidades gozan de un importante ámbito de autonomía para auto-organizarse y dado que las nuevas tecnologías facilitan enormemente esa flexibilización, tanto en la docencia como incluso en la evaluación. Pero, obviamente, una cosa es la flexibilidad, otra la laxitud o ventajismo, y otra muy distinta la falsedad, pero ahí lo dejo, porque personalmente no tengo certidumbres para clasificar en una de estas categorías lo sucedido en la Universidad Rey Juan Carlos con el máster de Cristina Cifuentes.
Sin embargo, este tema conecta con otro del que sí que entiendo necesario resaltar alguna cosa y que parte de la necesaria proximidad entre gobiernos autonómicos y universidades públicas en las cuestiones de financiación, ya que, desde el desarrollo de la España de las autonomías, en torno al 80% de la financiación de las universidades públicas depende de las comunidades autónomas correspondientes.
Las universidades públicas se quejan, no sin parte de razón, no solo de que esa financiación es insuficiente, sino de que su relación actual con los gobiernos autonómicos cercena su autonomía universitaria reflejada en el artículo 27 de nuestra Carta Magna, dado que no son libres para establecer precios o política de becas, que también les vienen marcados por los gobiernos regionales y, además, los gobiernos regionales están empezando a vincular la financiación de la universidad con unos objetivos concretos que se reflejan muchas veces en contratos programas, que también coartan sus libertades académicas, cátedra, docencia e investigación. En definitiva, deben investigar lo que se les dice, y no lo que quisieran.
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Las universidades privadas, a su vez, se quejan de tener que competir en el mismo mercado de alumnos con universidades que, gracias a la financiación pública, pueden establecer precios que suponen un 15% del coste real.
Y, finalmente, la sociedad se queja de que el sistema universitario español no da la talla y que la primera universidad española en los rankings internacionales está casi en el puesto 200, siendo que las escuelas de negocios, muchos menos burocratizadas e intervenidas, están dentro de los primeros puestos. Mi opinión personal es que la universidad española -hablando en términos generales-, en la que el sector público tiene un peso del 85 % y el privado del 15%, tiene un problema de estructura, financiación y competencia, pero no de buenos profesionales docentes e investigadores, que los hay muy buenos, en ambos ámbitos, tanto el privado como el público, aunque también es cierto que muchos están fuera de España.
Informes globales sobre la reforma de la universidad española ha habido muchos, el Bricall en el año 2000, otros siendo Ángel Gabilondo ministro del Educación con José Luis Rodríguez Zapatero y, más últimamente, el de la comisión de expertos del ministro José Ignacio Wert en 2013, pero todos se quedan en las estanterías de los ministerios.
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No sé si un día todos los afectados seremos capaces de afrontar un estudio valiente de la reforma del sistema, que pudiera pasar por cambiar radicalmente el sistema de financiación de la docencia -otra cosa es la investigación – para, por ejemplo, dar el mayor peso a la elección de los alumnos. Esto es lo que sucede en el Reino Unido, país que nos aventaja mucho en los rankings universitarios, donde todos los alumnos pagan el coste real de sus estudios universitarios, vayan a la universidad que vayan, pero están en condiciones de obtener un préstamo que cubre la totalidad de los gastos académicos y de manutención, que solo tienen necesidad de devolver a partir de un umbral salarial de 21.000 libras/año y a razón de un 9% de su salario. ¿Podría un sistema como este hacer ganar a nuestro sistema universitario español en accesibilidad, autonomía -ajena de presiones nobles o “innobles” de los políticos-, igualdad y competitividad? Creo que el futuro nos va a hacer reflexionar intensamente sobre el tema.