María Fernández Portaencasa | 09 de octubre de 2018
Las lenguas clásicas sufren una prolongada situación de desamparo en nuestro sistema educativo, especialmente controvertida en las últimas semanas, pues se debate la supresión del latín y el griego en algunos centros. Ante este panorama desalentador, procede reflexionar. No son pocos los que se cuestionan la utilidad que las (mal llamadas) “lenguas muertas” puedan tener, ya que, ¿acaso ofrecen algo a los jóvenes que deben afrontar el futuro? ¿No sería más sensato obligarles a abandonar esas anacrónicas maneras de perder el tiempo, y llenar esas horas de estudio con TIC y cursos de ADE para que el día de mañana, con su MBA, puedan optar a ser CMO o incluso CEO? Absoluta e indiscutiblemente, sí.
Sí, si lo que queremos es que la educación, y concretamente la pública, esté al servicio del mercado y de las grandes empresas, convirtiéndose en cómplice de la construcción de una sociedad robótica y deshumanizada, que ha olvidado el sentido u origen que encierra la palabra “democracia”, y que ha cedido al Gobierno de turno el moldeamiento de ese significado a su antojo. Sí, si lo que queremos es un mundo de ciudadanos que han olvidado que la “misericordia” es pasar por el corazón de uno la pobreza del otro: aplicado a escala global y a lo largo de un tiempo, no ha de extrañarnos el fracaso del ya languideciente Estado del bienestar, pues sin duda carecerá de sentido alguno cuidar de un anciano cuyas atenciones salen mucho más caras que liberar la cama hospitalaria que está ocupando.
Profesores y alumnos de toda España piden en Madrid al Gobierno que garantice las asignaturas de Griego y Latín https://t.co/yASYCYtrw4 pic.twitter.com/8mABhRN9iO
— Europa Press TV (@europapress_tv) September 8, 2018
Afortunadamente, no hemos alcanzado todavía semejantes cotas de decadencia. Conviene recordar, pues, el sentido de la educación que el Estado ofrece a nuestros jóvenes: no es este el custodio de la misma, sino tan solo en quien los padres, verdaderos responsables, pueden delegar para que sus hijos menores de edad reciban, en igualdad de condiciones y cumpliendo con su derecho universal, aquella formación que les construirá como personas y que servirá como bastón para enfrentar su vida. No compete al Estado la supresión del latín y el griego, basando su decisión en un disparate de tales dimensiones como que un número de alumnos mínimo es necesario para que la educación salga rentable, del mismo modo que no compete a los contribuyentes decidir si pagan o no sus impuestos en función de si tienen hijos, y de si les interesa o no que exista educación pública.
Pero, ¿por qué la supresión del latín y el griego? Podríamos elaborar una lista inmensa de beneficios asociados al estudio de las lenguas clásicas, pues, como se ha dicho en incontables ocasiones, ofrecen muchísimas ventajas para cualquiera que desee estudiar griego moderno, o lenguas romances como el francés o el italiano. Incluso, lenguas no romances como el inglés cuentan con el latín como origen de más de la mitad de su vocabulario, debido a la influencia recibida del francés en época normanda. Por no hablar de un mejor conocimiento y comprensión de nuestra propia lengua, del vocabulario científico y de la importante función que cumplen a la hora de amueblar la cabeza de aquellos que las estudian, contribuyendo inmensamente a su capacidad de comprensión semántica y sintáctica. Sin embargo, todas estas razones no bastan: son ventajas colaterales, pero dejan fríos a aquellos que las escuchan, y no son persuasivas en absoluto. Y es que las lenguas clásicas, como todo lo que merece la pena en la vida, no “valen” para nada.
Superado el posmodernismo fruto de las grandes guerras, hemos llegado a una época en la que el cinismo ha evolucionado en insustancialidad, un posposmodernismo en el que se llega a tal absurdo que no somos capaces de concebir que las cosas, e incluso las personas, puedan ser fines en sí mismos, y no sujetos de utilidad práctica.
Educación y empleabilidad . El valor de las humanidades va más allá de lo económico
En una carta de 1955, el llamado “mago de las palabras”, J.R.R. Tolkien, recordaba que, por muchos beneficios que pudiera ofrecer el estudio de una lengua, en el corazón de esa acción debía estar siempre el amor por la lengua misma. El utilitarismo se ha infiltrado en nuestro sistema educativo, y ha envenenado las leyes, los libros, las aulas y las conciencias. Esta amenaza de supresión del latín y el griego es una de tantas consecuencias, y el latín y el griego son nuestra única esperanza. El ser humano es el único animal que posee esta rara y bella cualidad: el lenguaje, fruto de su mente simbólica. Con las palabras, expresamos deseos, ideas, creencias, todo aquello que trasciende la mera naturaleza. El latín y el griego son las lenguas en las que se han escrito los clásicos, y seguir estudiándolos es la única manera de conocer lo que dijeron aquellos que antaño habitaron nuestro continente, y que por primera vez se plantearon qué es la política, la filosofía, la dignidad humana o la guerra. Una vida sin el griego homérico o neotestamentario, sin los soliloquios latinos de Cicerón o las historias de Virgilio, no es una vida completa.
Debemos salvar las lenguas clásicas de la supresión, para que ellas nos salven a nosotros de nuestra soberbia. La civilización occidental no es la única ni la mejor que ha existido o existirá, pero, si desaparece, todos sus hijos lo haremos con ella. Es menester de la educación dar a conocer a los jóvenes la verdad, para que sean libres en la construcción de su persona. Esta lucha, lejos de ser entre “ciencias” y “letras”, se libra entre los que quieren una sociedad de espíritu cultivado y los que quieren una de consumo servil. En palabras de Aldous Huxley, “usted es quien paga con su dinero, y puede elegir a su gusto”.