Hay jinetes de luz en la hora oscura
Dolor, devoción y belleza. Términos que podrían parecer distantes pero que se unen de manera trascendental durante la Semana Santa.
La Pasión de Cristo ha sido motivo de inspiración para cientos, miles de artistas a lo largo de los siglos. La primacía de la forma o la función ha ido variando con el tiempo. En España, ambos conceptos se dan la mano en lo que conocemos como pasos procesionales: esculturas concebidas para salir a la calle, para conmover al pueblo y llevarlo a un recogimiento absoluto que favorezca la oración y la toma de conciencia de lo que supone para la Humanidad, para su ser individual, que Dios haya entregado a su Hijo a una muerte de Cruz.
Será durante el Barroco cuando esa simbiosis alcanzará su punto de máximo esplendor en el arte español y lo hará de la mano de figuras como Gregorio Fernández, Juan Martínez Montañés o Pedro de Mena. Ellos recogen la tradición que comienza a surgir con Juan de Juni, Gaspar Becerra o los Berruguete.
Será entonces cuando surjan las grandes escuelas escultóricas en España: la castellana, la andaluza y, de un modo más tardío, la murciana.
En un tiempo en el que la belleza idealizada marca el pulso del Arte, Gregorio Fernández hará de la expresión del dolor la piedra angular de la representación de la Pasión.
Sobre su maestría, y siempre en torno a la ciudad de Valladolid, surgirán los grandes pasos procesionales. Las esculturas se convertirán en pequeñas representaciones teatrales de lo que ocurrió en Jerusalén aquellos días del mes hebreo de Nisán. Son obras que, como explica el crítico Ricardo de Orueta: “Son bellas, producen emociones estéticas, deleitan. Pero, más que para eso, parecen hechas para que les rece la gente.”
Basándonos en esta premisa, entendemos mejor esa intención de mostrar al Hijo de Dios, y también a su Madre, en términos de tanta fragilidad y desgarro.
Los pasos de Gregorio Fernández juegan con los ropajes, los gestos (exagerados, en muchos casos, por ese afán de conmover) y no duda en mostrar a un Cristo doliente, desencajado por el sufrimiento y empapado de esa sangre “derramada por vosotros y por todos los hombres.”
Algunos de los pasos que acompañan a la cofradía vallisoletana del Sermón de las Siete Palabras, como el de Sed tengo (paso que encabeza este especial), ejemplifican a la perfección ese carácter realista, teatral y devoto de los pasos de Gregorio Fernández.
La precisión técnica, el estudio anatómico del hombre y la fragilidad absoluta adquieren una relevancia excepcional en los yacentes de nuestro escultor. En estas piezas, concebidas para ser procesionadas, como demuestran la inclinación que presentan los cuerpos, Gregorio Fernández hace de la muerte belleza y de la belleza un verdadero sentimiento de veneración al Dios muerto, exhausto y con los signos del sufrimiento presentes en su carne de madera policromada.
Con un último ejercicio comparativo, podremos cerrar la escuela castellana. Una comparación que nos lleva a Italia, a los pies de la Piedad de Miguel Ángel. La imagen marmórea de esa Doncella sosteniendo el cuerpo de un Hijo que incluso puede parecer de mayor edad que ella nos produce un deleite artístico sin parangón. Dulzura y hasta ternura ante una escena que está en las antípodas de este sentimiento.
Pongamos frente a esta Piedad renacentista cualquiera de las vírgenes que salen a la calle en las procesiones de Jueves o Viernes Santo. Por quedarnos con una sola, miremos a la Virgen de los Cuchillos de Juan de Juni, prácticamente contemporáneo de Miguel Ángel, pero clave para la escuela castellana.
La Dolorosa de Juni, sin Hijo entre sus brazos, mira al Cielo, se lamenta y llora sin ningún reparo ni majestad ante la pérdida de Jesús. Conocida también como Virgen de las Angustias, su nombre no puede ser más certero a la hora de reflejar lo que esta obra transmite. Dolor. El dolor absoluto que en Castilla se acompaña tan solo con tambores y el rasgar de una corneta.
Si en Castilla la escultura de la Pasión es dramática, Andalucía optará por recuperar la delicadeza y los finos rasgos que recuerden que, pese la humillación que supone una muerte entre malhechores, Cristo es Dios en la Tierra.
Cerrábamos el bloque dedicado a la escuela castellana hablando de la Virgen y su dolor. Siguiendo esa estela, nos situamos ahora ante la Esperanza Macarena, quizá uno de los pasos más emblemáticos de la Semana Santa sevillana.
Sería complicado hablar de una Virgen dolorosa si no fuese por las lágrimas, perlas, que surcan sus delicadas mejillas, o el pequeño gesto que notamos en su ceño. La Madre de Dios, entronizada y venerada por su pueblo, se abre paso por las atestadas calles de Sevilla en un maravilloso palio que compite en calidad artística con la propia escultura.
Será la riqueza de los palios uno de los elementos representativos de Andalucía y su Semana Santa y de esa majestad con la que podemos resumir su esencia.
La escuela andaluza nos ofrece también expresiones de dolor puro y anatómico, como veíamos en Castilla, a través de la imagen del Crucificado. En este caso, figuras como las del Cristo de la Buena Muerte, de Pedro de Mena, o el Cristo de la Clemencia, de Juan Martínez Montañés, sirven como perfecto resumen.
En ambos casos encontramos a Jesús ya muerto, con un estudio anatómico que llama la atención, incluso, a estudiantes de Medicina, y que apenas refleja el padecimiento sufrido en el Calvario. Sus propios nombres contrastan con los cristos de la Agonía que encontramos en otros puntos de la geografía. Señalar también, como rasgo característico de la escuela andaluza, la incorporación de un cuarto clavo en los pies de Cristo que no veremos en las esculturas castellanas.
Todos estos pasos, entre gritos y saetas, saludan el alba del Viernes Santo suspendidos sobre las espaldas de los centenares de costaleros que con devoción emulan a Simón de Cirene en el camino de Jesús al Golgota.
La tradición andaluza y castellana será recogida en Murcia por Francisco Salzillo. De sus pasos de Semana Santa, obras tardías en su producción, cabe destacar la elegancia de sus formas, la composición de las figuras, que recuerda esa teatralidad que veíamos en Gregorio Fernández, y la potenciación del color como elemento fundamental a la hora de iluminar las esculturas.
De nuevo, nos encontramos ante un Arte llamado a recordar al pueblo qué es lo que se está conmemorando en los primeros días de la primavera. La Palabra de Dios, el Evangelio, toma cuerpo y forma en cada uno de los pasos de Semana Santa.
La mirada del espectador, creyente o no, se topa con la de un hombre humillado por amor, con la de una madre atravesada por el dolor o por la de aquellos que se afanan en provocar todavía mayor sufrimiento a uno y a otro.
Siglos de Arte ante los ojos de cualquiera y atravesando las calles de cada pueblo y ciudad española. En el alma de cada persona, un sentimiento ante lo que ve y, en muchos casos, una profunda emoción al recordar, entre saetas, que “no hay amor más grande que el dar la vida por los amigos.”