Ignacio García-Juliá | 14 de agosto de 2018
La ministra de Sanidad, Carmen Montón, ha defendido en una entrevista para el diario El Mundo que las menores de 16 y 17 años en riesgo puedan abortar sin permiso paterno. Esta imposición ideológica sustituye a los progenitores por los poderes públicos.
Los argumentos ofrecidos por los impulsores de esta medida para justificar la accesibilidad al aborto sin permiso paterno de las menores de edad de 16 y 17 años han sido siempre los siguientes: se parte de la idea de que hay hijas que no tienen una relación fluida con sus padres y, por ello, no se atreverán a contarles su situación por miedo a represiones, presiones o a sufrir violencia. Desde este punto de vista se ha entendido que, si no se les ofrece una salida legal, si les obligamos a contarlo, optarán por acudir a circuitos clandestinos de aborto sin permiso paterno, con lo que se frustraría la aplicación de la ley. Claramente este argumento no parece sólido si tenemos en cuenta que lo que está afirmando es que el mejor modo de evitar que la ley se incumpla es modificarla -adaptándola a la conducta que la vulnera para salvarla y legitimarla-, en lugar de perseguir los comportamientos delictivos. Es el mismo argumento que se utiliza para pedir la legalización de las drogas: como se sigue traficando y consumiendo, hagamos que sean legales y se acabará el delito de tráfico de estupefacientes.
La Ministra de Sanidad, Carmen Montón: "Las menores en riesgo deben poder abortar sin permiso".
https://t.co/AzfD0FnduN— EL MUNDO (@elmundoes) August 8, 2018
Estas observaciones permiten considerar que para el legislador las relaciones entre padres e hijos pueden considerarse como una interferencia, en lugar de apreciarlo como algo normal dentro de la mayoría de las familias y que precisamente sirve de apoyo a los menores. Los casos contrarios a este modelo son los excepcionales y por eso sorprende que les ofrezca la misma consideración e importancia que a la regla general. Resulta paradójico, en consecuencia, que una ley (que está en vigor) que insiste con frecuencia en la necesidad de informar a la población -de modo especial a los jóvenes- sobre la salud sexual les prive de recibir una información y consejos provenientes de las personas más cercanas a ellos como son sus padres y que ostentan el derecho-deber de velar por sus hijos, educarlos y procurarles una formación integral (artículo 154 del Código Civil). El resultado que se ofrece es una sustitución de los padres por los poderes públicos en el ámbito de la información y el consejo en un caso de particular delicadeza como el que se está tratando.
Por otra parte, podemos cuestionarnos hasta qué punto se ha de tomar en consideración la decisión de una menor que solicita el fin de la vida del feto en unas circunstancias de temores y presiones que ni siquiera le permiten informar a sus padres de lo que va a hacer. Si podemos considerar nulo un acto jurídico que tenga origen en una voluntad formada de este modo, pues nadie debe quedar vinculado por un negocio si su voluntad no se ha formado libre y espontáneamente (principio de la voluntad), no está claro por qué en este caso concreto su declaración de voluntad de practicar el aborto en esas circunstancias sí ha de entenderse como válida.
La intención de que se proceda al aborto sin permiso paterno supone, una vez más, una imposición ideológica que por su propia naturaleza no atiende ni a la sensatez jurídica ni a la argumentación más razonable ni al propio sentido común. Su recorrido será corto, pero ¿cómo evaluar y responsabilizar del daño que cause?