Teresa Díaz Tártalo | 03 de abril de 2018
Un padre adoptivo me decía que un buen título para un artículo sobre adopciones que fracasan podría ser este: «¿De qué nos sorprendemos?»
Me lo decía porque su experiencia cuando adoptó estuvo marcada por el estupor ante el romanticismo de muchos adoptantes que escogían China como país al que ir a buscar una hija. Y por el estupor ante un sistema que rayaba el mercantilismo, en el sentido de que más allá de lo “idóneo” que uno fuera para hacerse cargo de una criatura necesitada de protección, lo que importaba era que pudieras pagar el costoso proceso que la adopción conllevaba. Ahora ya muchas de estas niñas chinas son adolescentes, jóvenes adultas y sería interesantísimo hacer un seguimiento longitudinal de su evolución y de la buena o mala marcha de sus adopciones una o dos décadas después. Mi amigo decía que no debemos sorprendernos de que haya adopciones truncadas en España, a la vista de la manera en la que tantas familias o personas solas se metieron en dichos procesos.
Pero en absoluto es esta la única causa de que las adopciones con cierta frecuencia se compliquen. Confluye junto al factor anterior una dificultad añadida: lo normal es que los niños susceptibles de ser adoptados lleven consigo una mochila que no han elegido y cuyo contenido con frecuencia incluso ellos mismos desconocen. Desafortunadamente, dicha mochila les hace de lastre, pesándoles mucho más de lo que pueden sobrellevar. Cuántos casos he podido conocer de niños que son adoptados creyendo la familia que carecen de discapacidades pero con el paso de los años van dando la cara problemas que suelen tener que ver con una crianza llena de carencias en sus países de origen, con traumas de los que ni ellos mismos se acuerdan o que permanecen en su inconsciente. El peso de todo este desamor, o incluso en algunos casos de la desnutrición o los malos tratos, va emergiendo lentamente y ni adoptado ni adoptantes son capaces de lidiar con tanto dolor.
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Es un dolor que a veces emerge en forma de frialdad, desafección, rabia o violencia o sencillamente pasividad o falta de empatía o… de tantas otras formas. Rosarios de terapias muchas veces solo consiguen atenuar este dolor y, aunque mucha gente dice no comprenderlo, acaban en “interrupciones” dramáticas que conllevan el ingreso de los niños en algún centro de menores de su comunidad autónoma o en algún recurso privado especializado en trastornos de conducta. No creo que sea justo decir, como es frecuente escuchar, que es una “solución cómoda”. No creo que haya dolor más grande que el de no ser capaz de acoger el dolor que arrastra un hijo, aunque no sea biológico y tener que distanciarse de él por el bien de ambas partes. Quizá esto solo pasa en casos extremos, gracias a Dios, pero no son uno ni dos. De hecho, Ana Berástegui nos brindó una interesante tesis doctoral al respecto, hablando de las adopciones internacionales truncadas solo en la Comunidad de Madrid, lo cual pone de manifiesto que el fenómeno no era insignificante. Desde luego, no todos los casos son iguales: cada caso es un mundo… un universo complejísimo. De cualquier manera, como dice el sabio nacional en adopciones, el maestro sevillano de la psicología evolutiva, Jesus Palacios, estos problemas no surgen de un día para otro, no nos sorprenden tras una noche complicada: se gestan lentamente.
Por otro lado, es preciso decir bien alto que hay casos, muy hermosos además, en los que aparece la luz en el túnel y las familias remontan exitosamente las situaciones complicadas que describimos. Pero otras veces no es así… y no porque se hayan hecho mal las cosas (que a veces sí…), sino porque, como tratábamos de explicar, las heridas pesan más que lo que los seres humanos podemos hacer. Hay incluso quien se pregunta si en los casos que no van bien habrá sido un error sacarlos de su país de origen, intentar integrarlos en una sociedad que no es la suya del todo y a la que a veces sienten que no pertenecen… porque, en realidad, no saben pertenecer pacíficamente a nada: porque no pudieron pertenecer a nadie cuando nacieron o en sus primeros años de crianza.
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Es, sin duda, un misterio de dolor, un misterio que nos hacer pedir mucha responsabilidad a quienes adoptan o trabajan en dichos procesos, pero sin olvidar que, cuando el lastre del dolor es gigante, quizá solo podemos acompañar y dar apoyo a todos los que sufren las consecuencias de tanta carencia. Juzgar es muy fácil, pero quizá cuando juzgamos no sabemos bien de lo que hablamos.
No olvidemos que no se puede adoptar por llenar un hueco afectivo o poner un complemento en nuestra vida (esto sí que es comprarse ya todas las papeletas para un asegurado fracaso…). Y no olvidemos que, no obstante, abundan las adopciones hermosas, hermosísimas, que nos sobrecogen positivamente cuando las conocemos de cerca. Porque acoger a un hijo venido de lejos es un espectáculo de amor por encima de las razas, de la geografía y de tantos cálculos humanos que siempre nos deja estupefactos y agradecidos.