María Solano | 23 de octubre de 2018
Europa parece darse cuenta de que no es viable una sociedad sin hijos. Se empieza a poner el foco en el problema de la conciliación familiar, pero falta centrar la atención en si estamos demasiado obsesionados con la productividad.
Hace años que el concepto de “desintegración de la familia” en nuestras sociedades occidentales no necesita ir entre interrogantes. Los cambios en los estilos de vida, los problemas de la conciliación familiar y una escala de valores diferente en la que prima el éxito profesional han dejado el papel de la mujer como madre en un segundo plano. El binomio productividad=felicidad que nos vende la posmodernidad es, en realidad, antitético y tiene mucho que ver con el invierno demográfico y la crisis social y personal que provoca en tantas ocasiones postergar la maternidad.
Si simplificamos el problema de fondo, nos solemos encontrar con que el deseo de las mujeres por ser madres no ha desaparecido, porque la naturaleza es tozuda. Por supuesto que encontraremos excepciones, pero analicemos qué ocurre en la mayoría de los casos.
Los cambios sociales y económicos producidos en los últimos 70 años afectan de manera particular a la mujer, que ha visto modificado su papel como madre y esposa para añadir el de trabajadora. Esta transformación se produce porque se van alcanzando nuevas cotas de libertad hasta que, hace ya tantas décadas que es difícil recordarlo, la mujer conquista iguales derechos que el hombre en las más diversas áreas de la vida.
Entonces se llega a un punto en el que hay una diferencia, una diferencia física, biológica, que ninguna legislación puede resolver. Esta diferencia es la capacidad de la mujer para ser madre, capacidad que no tiene el hombre, que puede ser padre, pero no madre, y que tiene una influencia decisiva en la vida de la mujer en los más diversos ámbitos, incluido, por supuesto, el físico, con un parto, un posparto y una lactancia, para empezar.
Hay en este punto una peligrosa confusión terminológica: el hecho de que la mujer sea madre y el varón no sea madre se ha visto por algunos grupos sociales (desde el capitalismo más radical hasta el comunismo más radical, que aquí se tocan) como una terrible limitación, un agravio comparativo, una opresión del patriarcado, una imposición contra la que hay que pelear con una mal entendida libertad. Y esa mal entendida libertad consiste en que se entienda como un triunfo que la mujer no se vea sometida a los dictados de la maternidad.
El problema surge aquí porque se entiende que la mujer se realiza solo en la medida en que se convierte en un ser capaz de producir crecimiento económico. Los hijos se consideran entonces un lastre en una sociedad economicista en la que conceptos como el de “conciliación familiar” parecen incompatibles con el de rendimiento laboral.
El engaño radica en que han convencido a las mujeres de que son más libres si postergan su deseo de ser madres para dar así cumplimiento a “todos” sus sueños: primero a su crecimiento laboral, después a ese inexistente derecho a la maternidad. Años después, cuando ya es demasiado tarde, llega el baño de realidad. El primero es que la fertilidad de la mujer se hunde inexorablemente con el tiempo. El segundo es que la mujer que se creyó libre para retrasar la maternidad no se siente en absoluto libre para ejercer esa maternidad cuando la elige. Y la opresión viene ahora del engranaje económico, donde forma parte de un proceso productivo en el que no se le puede permitir su conciliación familiar.
Por eso, el problema de fondo es la visión economicista que interpreta los hijos como una pérdida de productividad. Quizá, poco a poco, a medida que se multiplican los estudios que nos desvelan las amenazas del invierno demográfico, nos demos cuenta de que, si se vela realmente por la maternidad, es la sociedad en su conjunto la que sale ganando.