Julián Vara | 13 de abril de 2018
Tradicionalmente, el 25 de marzo se celebra el Día Internacional de la Vida. Una celebración que, nacida para la defensa de la vida del niño que está por nacer, ha ido adquiriendo progresivamente mayor alcance, en proporción al aumento de los ataques a la vida humana, singularmente la más indefensa. Este año, al coincidir con el Domingo de Ramos, se ha trasladado su celebración al próximo domingo 15 de abril, con la esperanza de reunir cada vez a más personas que den público testimonio del valor y dignidad de la vida del hombre. Pues quizá eso sea, de momento, lo único que está al alcance de todos hacer. Y, en este caso, es imprescindible hacer todo lo que sea posible, porque de lo que está pasando todos tendremos que responder algún día.
Suele repararse poco en que la primera pregunta que el hombre formula a Dios tiene que ver con su responsabilidad moral, con el alcance de su responsabilidad: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?». Y, sin necesidad de palabra alguna, la respuesta de Dios constituye la más formidable obligación, y la más digna tarea, que es posible concebir. Por supuesto, el hombre, cada hombre, es responsable de todos los demás. En el sentido más verdadero y serio, algún día se le pedirá cuentas, y tendrá que responder de él.
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Esta percepción de la mutua responsabilidad de unos sobre otros no es patrimonio exclusivo de la Revelación cristiana, y se encuentra en la mejor tradición del pensamiento occidental, griego y latino, que hacía de la común pertenencia a la familia humana el fundamento de la sacralidad de la vida humana: «Como la naturaleza estableció entre nosotros un cierto parentesco -dice un texto que está en el fundamento del Ius commune europeo-, se sigue que es ilícito atentar un hombre contra otro». Sin embargo, la defensa de la vida constituyó siempre elemento específico de distinción de los cristianos. Uno de los testimonios literarios más antiguos del modo cómo los cristianos aparecieron en el mundo, un texto anónimo dirigido a un tal Diogneto, describe a los cristianos como sujetos en todo semejantes a los demás, salvo en su estilo de vida, «un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble», y señala: «Igual que todos, se casan y engendran hijos, pero no se deshacen de los hijos que conciben». No, los cristianos no se deshacen de los hijos que conciben.
La magnitud y extensión de la actual ofensiva contra la vida, y la falta de respeto y cuidado que suscita, hace a muchos escépticos respecto del valor que pueda tener una manifestación como la que se convoca este próximo 15 de abril. Pero, a la espera de multiplicar otros modos de defender la vida, el testimonio de que no todos participan de esta criminal banalización es importante, y exigible. Se parece mucho al gesto de los antiguos en sus piadosas relaciones con los dioses. El hombre moderno, que mira con desprecio lo que ignora y solo otorga valor a lo que tiene alguna utilidad, nunca ha acabado de comprender la razón por la que comenzaban sus libaciones arrojando sobre el suelo o al mar el vino de la primera copa, incluso cuando no se disponía de más. Pero los antiguos, que se reconocían por muchos conceptos deudores de los dioses, agraciados antes de merecer y por encima de cualquier posibilidad de restitución, al no engañarse sobre la naturaleza impagable de la deuda, hacían lo único que uno puede hacer cuando tiene un débito que no puede satisfacer, que es, al menos, reconocerlo. Y esto es lo que se va a hacer el próximo 15 de abril.
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Pensando en esa convocatoria, me viene a la cabeza el conmovedor relato que Joaquín Fest hace de su padre en los difíciles años de ascenso del nacionalsocialismo en Alemania: ferviente católico y maestro, desde el principio se mostró extraño a todo lo que sucedía a su alrededor, negándose a participar y a permitir que sus hijos participaran de la locura que comenzó a apoderarse de muchos de sus conciudadanos y amigos. La pérdida de su empleo, el progresivo deterioro de la situación de la familia y la cada vez más explícita persecución que sufrieron no echaron atrás el ánimo de aquel honrado padre de familia que había hecho de la lucidez de su fe el faro para no perderse entre tanto loco. En ese contexto, Fest recuerda que su padre a menudo les repetía las mismas palabras que, saliendo del corazón generoso de Pedro, se adelantaron a su prudencia: «Aunque todos te abandonen, yo no», «Etiam si omnes, ego non».
Sin duda, hay mucho camino por recorrer, pero el primer paso es afirmar públicamente la verdad sobre el hombre, aunque no lo haga nadie más en el mundo.