Julián Vara | 01 de marzo de 2018
Si todo sucede como unánimemente se espera, en mayo de 2018 Irlanda se equipará al resto del mundo occidental en la legislación sobre el aborto y votará en referéndum derogar la Octava Enmienda de su Constitución, que equipara la vida del niño no nacido a la de su madre. Dicha enmienda, ampliamente aprobada en referéndum en 1983, establece que «el Estado reconoce el derecho a la vida de los no nacidos y, con el debido respeto al idéntico derecho a la vida de la madre, garantiza con su legislación respetar, y, hasta donde sea posible, defender y reivindicar con sus leyes ese derecho». Con ello, Irlanda dejará de ser una feliz “anormalidad” en el concierto de las naciones occidentales.
La propuesta de revocación de esta enmienda constitucional que, dicho sea de paso, solo se limita a constatar la igualdad de derechos entre el niño y su madre, fue tomada por acuerdo unánime del Gobierno y, si es finalmente aprobada, permitirá al Parlamento legislar los supuestos en los que el aborto en Irlanda será legal a partir, probablemente, de este verano. Y aunque el primer ministro no lo ha expresado abiertamente, se sabe que la reforma legislativa abrirá la puerta al aborto libre durante las 12 primeras semanas de gestación del niño. En la actualidad, y ese ha sido el gran argumento esgrimido, las mujeres irlandesas que querían abortar tenían que viajar al Reino Unido; 2.365 durante el año 2016, según el Gobierno. Un viaje que ha sido definido por el primer ministro al justificar su propuesta como el «más triste y solitario» que una mujer irlandesa puede hacer. De este modo, y en nombre de la “modernización del cuidado de la salud”, cito de nuevo al primer ministro, la vida del niño quedará a disposición de su madre.
La noticia, como era de esperar, ha sido saludada en los medios de comunicación de todo el mundo como un gesto de normalidad en un país con “una de las legislaciones más restrictivas” de Europa; y, por los católicos irlandeses, como una abdicación más en un esfuerzo por parecerse cada vez más al resto de Occidente.
Precisamente a propósito de esto último, el primado de Irlanda se dirigía a principios de año a los católicos de su diócesis recordando con orgullo cómo su país era de los países más seguros para una madre embarazada y su hijo, y cómo Irlanda parecía fascinada por asemejarse a países como la vecina Inglaterra, donde uno de cada cinco embarazos acaba en aborto, o Suecia, donde el porcentaje sube a uno de cada cuatro.
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Hasta aquí, me temo, nada nuevo. Lo sorprendente es, diríamos, que todavía exista un país como Irlanda donde, no hace ni 35 años, se dio un espontáneo paso adelante para añadir a su Constitución el reconocimiento explícito de que todas las personas, incluso las más vulnerables y dependientes, como son los niños gestantes, tienen el mismo derecho a la vida que los demás, y comprometerse como pueblo a defender hasta donde sea posible ese derecho. Por eso, constituye una enorme tristeza que un pueblo cuyo texto constitucional comienza invocando a la Santísima Trinidad -«de quien procede toda autoridad», «y a quien deben ser referidas todas las acciones, tanto de los hombres como de los Estados», dice textualmente-, pretenda abdicar de su identidad y equipararse al resto de los pueblos de esta Europa poscristiana.
Paralelamente a esta noticia, a la que ya nos hemos acostumbrado, alguien señalaba lo irónico que resulta que coincida en el tiempo con la petición que ha hecho Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista británico, de prohibir el foie-gras, de obligar por ley a los motoristas a informar de los atropellos de gatos y perros, y de aprobar una ley que otorga a los inquilinos el derecho a tener una mascota. Propuesta que no encontrará obstáculo alguno ni en la sensibilidad ni en la voluntad de persona alguna, ni en el Reino Unido ni en ningún otro país europeo.
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Si no se tratara de vidas humanas, y si no fuera expresión de la conciencia de nuestros contemporáneos y de su estima por el hombre, todo esto parecería una broma que tiene la gracia de lo ridículo. Pero no es así, se aprobará derogar la Octava Enmienda, se aprobará el aborto libre y se nos irá la vida en la defensa de las ocas, y en eso cifraremos nuestra sensibilidad moral.
Dice santo Tomás que cuando alguien se levanta contra un orden recibe un castigo de parte de ese mismo orden. El odio de Europa a la vida tiene los días contados, tantos como los que les queden a los europeos, que, a este paso, será solo cuestión de una o dos generaciones.