Gema Pérez Rojo | 14 de febrero de 2018
La aparición de la dependencia en una persona mayor (física y/o cognitiva) produce una serie de cambios importantes no solo para la persona que ya no puede cuidar de sí misma, sino también para la familia que está a su alrededor. Es la familia y, en un porcentaje elevado de los casos, incluso un único familiar (al que se le asigna el término de cuidador principal) el que, tradicionalmente, proporciona la inmensa mayoría de los cuidados. Incluso, generalmente, este cuidador principal no suele estar preparado ni específicamente formado, por lo que carece de herramientas para un adecuado afrontamiento de la situación.
Si bien el cuidado de un familiar mayor puede tener consecuencias positivas (por ejemplo, la satisfacción con el cuidado o la mejora de la relación entre cuidador y persona cuidada), lo cierto es que también pueden aparecer consecuencias negativas de tipo físico, psicológico, social y/o económico. Estas consecuencias pueden conducir a una situación de estrés crónico que, a su vez, también tiene repercusiones como, por ejemplo, el aumento del riesgo de mortalidad.
Estas consecuencias negativas, así como las circunstancias personales de cada uno, son las que, en un momento determinado, generalmente cuando literalmente “ya no se puede más”, y como último recurso, pueden llevar a la familia a considerar la idea de institucionalización del familiar mayor en un centro gerontológico. Esta decisión no es una tarea fácil, ni puntual. Al contrario, es dura, compleja, dolorosa y también tiene sus consecuencias como, por ejemplo, la aparición de conflictos entre familiares con visiones diferentes. Por tanto, es aconsejable considerar esta decisión como un proceso que requiere una reflexión profunda sobre los beneficios e inconvenientes que puede conllevar la búsqueda de información necesaria que proporcione respuesta a todos los posibles interrogantes que se planteen y visitas a diferentes centros. No obstante, si la persona mayor tiene capacidad cognitiva como para tomar sus propias decisiones, debería permitírsele que sea ella misma la que tome la decisión final. Evidentemente, puede ser valorada de forma conjunta con el resto de la familia. Pero no debería distar de la manera en la que a todos nos gusta tomar nuestras propias decisiones sobre cuestiones fundamentales que afectan a nuestra vida.
No obstante, incluso en los casos en los que la decisión de institucionalización ha sido bien pensada y consensuada con el resto de la familia (e incluso con el propio familiar que es institucionalizado), la investigación realizada muestra que pueden aparecer sentimientos de culpa en los familiares. Esto puede ser debido a diversas razones. Por un lado, algunos/as consideran que implica que han fracasado, ya que: “la familia es la que tiene que cuidar de un familiar dependiente, debe sacrificarse por él/ella y dejar sus propias necesidades (físicas, psicológicas y sociales) en un segundo plano”. Por otro lado, la presencia de otros pensamientos disfuncionales, como pensar que: “nadie va a cuidar de su familiar como ellos/as hubiesen hecho”, podría conducir con mucha probabilidad a sentimientos de culpabilidad.
Además, la presencia de sentimientos y pensamientos ambivalentes acerca de las propias instituciones, de sus características, capacidad para cubrir de forma completa las necesidades de su familiar, así como sobre su funcionamiento también puede influir. Incluso, el saber que la decisión tomada no es lo que la persona mayor habría querido conduce a sentir que se está traicionando al ser querido.
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Estos sentimientos de culpa se han encontrado con mayor frecuencia en cuidadoras. Esto podría ser debido, por ejemplo, a factores culturales. Es decir, puede que se vean más influidas por la desaprobación social por parte de la sociedad y/o su entorno más cercano y que, por tanto, consideren que deberían haber seguido cuidando en lugar de claudicar. Además, puede que el hecho de institucionalizar al familiar mayor conduzca a que concluyan que ya no tienen capacidad de cuidar, con las consecuencias que eso puede generar en su autoconcepto, autoestima y autoeficacia.
Estos sentimientos también son más frecuentes en cónyuges, debido a que consideran la institucionalización como no haber cumplido con sus obligaciones maritales.
Además, muchas personas consideran que la institucionalización significa abandonar o “aparcar” a la persona mayor y que institucionalizar al familiar mayor implica que el proceso de cuidado finaliza. Nada más lejos de la realidad. Es importante que el familiar mayor se sienta acompañado, especialmente en los primeros momentos del ingreso, pero también a lo largo de toda su estancia. Muchos familiares continúan queriendo estar involucrados de forma activa en la atención de su familiar, pero en este caso apoyados por el recurso formal. Estas situaciones han demostrado tener importantes beneficios no solo sobre la calidad de vida de la persona mayor, sino también sobre la de la familia (disminuyendo los sentimientos negativos y aumentando su bienestar) e incluso generan beneficios para los profesionales.
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La validación de las emociones que todos los implicados experimentan ante esta situación es fundamental de cara a ayudar a aceptarlas, encontrarles un sentido y que aprendan a manejarlas correctamente. De esta manera, la adaptación a la nueva situación será más adecuada y positiva para todos y facilitará el camino pendiente por recorrer.