Carmen Sánchez Maillo | 07 de diciembre de 2018
Muy pocas novelas poseen un poder hipnótico que hace que las palabras resuenen con una fuerza tal que posterguen a un segundo plano el tiempo y el lugar donde uno lee. Sucederá la flor son las reflexiones esperanzadas y profundas de un padre a partir de la enfermedad de un hijo. Solo quién ha vivido la intensidad de una prueba como esta podría expresar de manera tan honda la espesura que la experiencia de una vivencia así deja en quien la sufre. Para el padre, hay un antes y un después de la enfermedad de un hijo; el niño es una catequesis, una pregunta en sí mismo. Y realmente sucede la flor, una flor cuyos frutos son la esperanza y el amor, un amor renovado y purificado hacia el hijo.
No se trata de una novela propiamente, tampoco de un estricto relato autobiográfico, la realidad es el soporte de la narración, pero el modo de relatarlo responde a la vivencia personalísima de quien lo escribe, a medio camino entre el diario y la reflexión novelada. Nos encontramos con una extraña y perfecta armonía entre el fondo y la forma de esta obra. Otra virtud rara y escasa. Lo que cuenta y cómo lo cuenta se va deslizando de una manera adecuada, con el orden y el ritmo que el relato precisa.
La historia acompaña al lector en el desvelamiento progresivo y lacerante de una realidad muy concreta y esa narración conduce a cómo el autor se hace progresivamente consciente de la realidad en mayúsculas. Cómo, de alguna manera lúcida y dolorosa, se produce en él una suerte de progresiva liberación frente las resistencias que tiene todo hombre ante la aceptación de nuestro acontecer. La aceptación y acogimiento del presente, la adecuada visión de las cosas que suceden viene de la mano de un amor que se expande en el dolor y la compañía.
Alzheimer, una dura enfermedad que abre la puerta a grandes expresiones de amor
Sin duda, hay una Gracia en estas líneas que golpea con verdad y ternura al lector desprevenido. No hay una línea que acuda al fácil recurso del sentimentalismo, sino más bien asistimos a una progresiva revelación de la que nadie que participe puede quedar ajeno. En esa historia que se cuenta, acontece, de algún modo misterioso, la historia individual de cada lector, de cada hombre que se enfrenta a la realidad, de ahí que este relato no deje indiferente a nadie.
En el orden estrictamente literario, no creo que exagere si digo que este libro da réplica en prosa y en altura a uno de los mejores libros poéticos del siglo XX: La Casa Encendida de Luis Rosales. A medida que iba avanzando en las fatalmente escasas páginas de este libro, se hacía presente ese verso cortante y vertiginoso de la Casa Encendida: “Y yo quiero deciros que el dolor es un don / porque nadie regresa del dolor y permanece siendo el mismo hombre…”
Del dolor y de la esperanza, de la vulnerabilidad humana y de la ternura necesaria para gestionarla, de todo esto trata este libro y lo trata muy bien. Como a todos nos gustaría tratar con esas realidades.
No creo que haya mejor tiempo invertido en nada que dejarse asaltar por esta narración suave, cortante y certera que a nadie puede dejar indiferente.