Elena Cebrián | 07 de mayo de 2018
Que WhatsApp haya elevado a 16 años la edad mínima para usarlo tiene mucho de estética y muy poco de ética aunque, eso sí, nos ofrece una oportunidad para reflexionar sobre las nuevas formas de relación social y sobre el papel de las familias en la educación acerca del uso de las nuevas tecnologías.
Este incremento de la edad mínima se queda en pura estética, puesto que es fruto del obligado cumplimiento de la nueva normativa de protección de datos de la Unión Europea, que entrará en vigor a finales de mayo de 2018, y no de compromiso alguno de la aplicación -o de su propietaria Facebook– por proteger a los menores en el universo digital. Además, la eficacia de la medida es bastante dudosa, puesto que sin que nadie haya explicado cómo piensa verificar la edad de sus usuarios, o de sus aspirantes a usuarios, a cualquier niño le bastaría con mentir sobre su fecha de nacimiento. Tampoco ayuda que, por el momento, las otras aplicaciones de uso generalizado entre adolescentes –Instagram y Snapchat– mantengan su umbral de acceso en 13 años. Lo interesante de esta elevación de tres años en la edad de uso de una aplicación de mensajería reside en la respuesta que demos a la pregunta sobre para qué necesita un chaval de 13, o de 15, o de 17 tener WhatsApp, o Instagram, o Snapchat. O, dando un paso atrás para ganar perspectiva, la primera pregunta sería para qué necesitan tener un teléfono móvil.
El móvil debe serles muy necesario, a juzgar por los resultados de la Encuesta sobre Equipamiento y Uso de Tecnologías de Información y Comunicación en los Hogares, elaborada por el INE en 2016: en ese año, uno de cada cuatro niños y niñas de 10 años ya tenía móvil, más de la mitad a los 11 años, el 86% a los 13 y el 93% a los 15. Pero no los usaban para llamar: según el estudio “Menores de edad y conectividad móvil en España: tablets y smartphones”, elaborado por PROTÉGELES, Centro de Seguridad en Internet para los Menores en España, en 2014 el uso más frecuente del móvil por los menores de entre 11 y 14 años era WhatsApp -un 76%-, frente al solo 29% que usaban el móvil para llamar, o el 25% que afirmaba que nunca mantenía conversaciones de voz.
El whatsapp en manos de los padres . No confundir información con sobreprotección
Una valoración apresurada podría llevarnos a afirmar que esta significativa implantación de móviles en general y de WhatsApp responde a la naturaleza de su generación -los 15 años son el vagón de cola de los milenials- y que los dispositivos móviles son su herramienta natural para relacionarse y comunicarse. Pero los datos de uso de los adultos evidencian que, en el fondo, estos menores están replicando los patrones de sus mayores: un Eurobarómetro de 2016 constataba que España era el país de la Unión Europea en que WhatsApp estaba más implantado y, según datos del CIS, en 2017 el 90% de los usuarios de móvil lo eran de WhatsApp, un 42% de ellos “continuamente”. En cuanto al uso de la aplicación -siempre según el CIS-, el 72% de los adultos la usaban para hablar con la familia, el 68% con amigos y el 41% para planear actividades. Un uso nada diferente al que hacen los menores.
Evidentemente, estamos ante un nuevo escenario en las relaciones sociales de adultos y menores que, sin embargo, no puede asumirse acríticamente. Utilidades de WhatsApp como la confirmación de lectura o los detalles del último acceso, ¿están imponiendo a los usuarios una disponibilidad permanente y una respuesta inmediata y poco meditada? Los mensajes breves, ¿están funcionando como parte de una conversación amplia o están sustituyendo a una conversación profunda? Que la herramienta al instalarse acceda a todos mis contactos, ¿me permite controlar con quién y cuánto quiero comunicarme? Gestionar todo tipo de asuntos -rupturas sentimentales, discusiones, comunicar bodas, embarazos o fallecimientos- a través de la pantalla y el teclado, ¿mejora la resolución de estos asuntos o reduce el nivel de compromiso con que los afrontamos? Las respuestas a estas preguntas no son sencillas, ni tampoco únicas, puesto que WhatsApp solo es una herramienta para la que sus usuarios deberían establecer el contexto y los límites. Pero también es cierto que esos límites son más fáciles de apuntalar para los adultos que para los menores, tengan 13 o 16 años.
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Si la familia es el lugar en el que aprendemos a relacionarnos con el mundo, también debería ser el lugar en el que aprender a comunicarnos, y a establecer los límites de la comunicación. Independientemente de la edad en la que WhatsApp haya puesto sus límites de acceso, los padres deberían acompañar a sus hijos en las decisiones sobre el lugar que esta aplicación -y cualquier otra- debería ocupar en sus vidas y en sus relaciones con otros. Y lo ideal sería que este acompañamiento se hiciera en un espacio libre de dispositivos móviles y redes sociales, en conversación de la de verdad, en la que estamos cara a cara y nos miramos a los ojos.