David Solar | 25 de julio de 2018
El 25 de julio de 1938 el Ejército Republicano cruzó el Ebro y Francisco Franco, que pudo terminar la guerra atacando una Cataluña desprotegida, aceptó el desafío que costó 100.000 bajas y decidió la guerra: la Batalla del Ebro.
El reloj marcaba las 0.15 del 25 de julio de 1938, festividad de Santiago Apóstol, que se celebraría con gran solemnidad en todo el territorio de la España franquista. Ese día, el epicentro de la fiesta iba a estar en Burgos, en cuyo Palacio de la Isla había establecido Franco su residencia: solemne misa en la catedral, desfile de tropas, homenaje al levantamiento del 18 de julio y a los caídos en dos años de contienda…
A 400 kilómetros, en Caspe, se hallaba el cuartel general del Cuerpo de Ejército Marroquí, mandado por Juan Yagüe, que defendía el curso del Ebro, desde Mequinenza a Amposta, 70 kilómetros, con cuatro divisiones, unos 50.000 hombres. El general se había acostado tarde, pues había estado pendiente del concurso hípico que preparaba el jefe de su caballería, José Monasterio, para celebrar la festividad del apóstol.
No estaba muy tranquilo, pues sus observadores denunciaban una elevada actividad republicana en la orilla izquierda de todo el curso que le correspondía defender, pero se lo había comunicado a Franco y solicitado refuerzos y se le dijo que su inquietud estaba infundada. En todo caso, el ataque contra Valencia estaba siendo lento y costoso y embebía las fuerzas disponibles. Por tanto, como nada podía hacer aparte de las habituales disposiciones, se fue a dormir.
Iba a ser una fiesta muy movida. A las 0.15, unos 400 botes salieron de la orilla donde habían estado cuidadosamente camuflados, fueron ocupados por soldados republicanos bien entrenados para la acción y cruzaron el río con tanto sigilo que sorprendieron a muchos centinelas en los puntos de cruce. Luego dispusieron cabezas de playa e iniciaron su penetración por la margen derecha del Ebro hacia sus objetivos; aunque a esas horas ya se escuchaban tiroteos a lo largo del río, no hubo una alarma general y los pontoneros republicanos pudieron tender sus pasarelas.
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Al cuartel general de Yagüe, a 53 kilómetros del epicentro del ataque, llegaron noticias de combates a lo largo del Ebro, pero su ayudante se opuso a despertar al general alegando que no llevaba durmiendo ni tres horas y que le iba a caer un chorreo si resultaba una falsa alarma. Finalmente, le avisó a las 2.30, cuando ya se combatía a lo largo de todo el sector.
– “Mi general, los rojos han pasado el Ebro”.
Yagüe se incorpora enseguida y, mientras asimila la noticia, exclama contento:
– “¡Gracias a Dios! ¡Todo el mundo a sus puestos!”
Aunque la ofensiva sobre Valencia constituía un grave error de Franco, que hubiera podido terminar la guerra en el verano del 38 si hubiese empleado aquellos medios contra Cataluña, estaba doblegando la bien organizada defensa del Ejército Republicano en la costa levantina y el final previsible era que aquel frente se desmoronaría más pronto que tarde.
El jefe del Gobierno republicano y ministro de Defensa, Juan Negrín, consciente de que aquello supondría el final y fiel a su idea de que “resistir es vencer”, le pidió al jefe de su Estado Mayor, general Vicente Rojo, que iniciara una operación para alargar la guerra, de modo que esta se prolongara hasta que, según él preveía, se desencadenase una guerra en Europa entre las potencias nazi-fascistas y las democracias y el conflicto español quedaría inmerso en el cataclismo continental.
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Coincidió que Francia abrió en aquella época su frontera con Cataluña, permitiendo el paso de las armas que tenía retenidas y con ellas Rojo planeó un contraataque en el bajo Ebro. Dirigiría hacia Gandesa tres cuerpos de Ejército (Etelvino Vega, Juan Tagüeña y Enrique Líster, bajo las órdenes de Juan Modesto; en total, nueve divisiones con más de cien mil efectivos, que eran la mitad de los que en Cataluña).
Amenazaría las comunicaciones enemigas entre Zaragoza y Castellón, base de partida de las operaciones contra Valencia, y Franco tendría que paralizar su ofensiva y meter sus tropas en una zona muy accidentada donde quedaría anulada su superioridad material. En la mejor de las expectativas, si Yagüe se derrumbaba, podía soñarse la recuperación del litoral mediterráneo, con lo que la guerra se atollaría en el punto deseado por Negrín.
Dicen que Franco se lo tomó con calma. Ordenó que se reforzara a Yagüe con cuatro divisiones (la 4º de Navarra, Alonso Vega, entró en fuego el 25 al anochecer), que la aviación se volcara sobre el nuevo frente y que se entorpeciera el paso entre las dos orillas por medio de avenidas de agua provocadas por la apertura de las presas de los afluentes del Ebro.
Dos días después establecía su cuartel general a 190 kilómetros del frente, en el palacio de los duques de Villahermosa, en Pedrola, donde se hizo construir un refugio contra posibles bombardeos de la aviación republicana -en este palacio situó Cervantes casi un tercio de la segunda parte del Quijote, relativa a su estancia con los duques, en los que se leen los sabrosos discursos de Don Quijote, las mil fantasías y encantamientos y las extraordinarias y crueles bromas de la Ínsula Barataria y Clavileño…-. Realmente no tenía motivos para correr: aunque 50.000 republicanos hubieran pasado el Ebro en dos días y causado graves quebrantos a Yagüe (un tercio de sus efectivos), sus vanguardias se habían limitado a tomar las sierras de Pandols, Caballs y Fatarella, tres nombres mitificados aquel verano, pero no habían podido apoderarse de las poblaciones y sus nudos de comunicaciones: Villalba de los Arcos, Gandesa y Bot.
Los republicanos carecieron inicialmente de mejores directrices y de transportes y, luego, de hombres y medios para amenazar las comunicaciones de Franco y este se empeñó en pulverizarlos en aquellas agrestes sierras, abrasadas por el sol del verano. El terrible forcejeo, asaltos a la bayoneta, bombardeos artilleros y aéreos y penalidades sin cuento no harían variar sustancialmente la situación. A partir de agosto, la Batalla del Ebro ya no tenía sentido: “brutal pelea a garrotazos”, dirá algún historiador recordando a Goya, “ciega lucha de carneros”, escribirá otro.
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Algunos jefes sublevados trataron de convencer a Franco de que dejara cocerse en aquella olla a los soldados de Rojo y que lanzara sobre Cataluña cuanto tenía a partir de sus cabezas de puente al norte de la batalla. En vano. Franco comentó simplemente: “Los tengo aquí juntos y atrapados y no quieren dejarme que los aniquile”.
Hoy se sabe que los argumentos de los historiadores proclives al Generalísimo realmente son fútiles. Solo permanecen los auténticos intereses de Franco: exterminar a los comunistas (lo eran todos los jefes de las fuerzas atacantes), aumentar aún más su peso entre sus compañeros de armas anulando las opiniones de los menos afectos, arrasar a la República, de modo que no existiera resistencia alguna el día que callaran las armas…
112 días después de aquel accidentado 25 de julio, entre el 14 y el 15 de noviembre de 1938, los últimos solados republicanos repasaron el Ebro y todo quedó como la víspera de Santiago. Todo no: 17.000 hombres perdieron allí la vida (10.000 atacantes y 7.000 defensores) y unos 80.000 (mitad y mitad) fueron heridos. La torturada geografía de lomas y barrancos quedó labrada por cien mil toneladas de metralla. La República había retrasado su ocaso cuatro meses a costa de quedar inerme. Franco había desgastado al Ejército Republicano hasta donde ya no pudo recuperarse y consiguió sus más secretos intereses, aun a costa de parecer un militar anticuado, incapaz de ver dónde estaba la victoria, tal como pensaron sus aliados de Berlín y Roma, que, con todo, se apresuraron a rearmarlo.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.