David Solar | 29 de agosto de 2018
El 23 de marzo de 1918, el Káiser Guillermo II inspeccionó el frente del Somme y, de regreso a Berlín, declaró muy satisfecho: “Hemos ganado la batalla; los ingleses han sido completamente derrotados”. Seis meses después, Guillermo renunciaba a cualquier control político sobre el Parlamento, a su prerrogativa de declarar la guerra o firmar la paz y a toda autoridad sobre las fuerzas armadas alemanas. De monarca casi absoluto había pasado a ser una figura poco más que decorativa.
El 30 de octubre capitulaba Turquía, Austria negociaba el armisticio y el Káiser, ya consciente de la derrota, abandonó Berlín y se fue al balneario belga de Spa; pero mientras Alemania deponía las armas, su orgullo aún se negó a abdicar durante una semana, formalidad que finalmente cumplió el 9 de noviembre, antes de internarse en Holanda, donde falleció en 1941, por cierto con el país ocupado por las tropas alemanas del III Reich. ¿Qué había ocurrido para que Alemania, que en primavera parecía volar hacia la victoria, sufriera tal hundimiento? ¿Cómo se pudo producir semejante vuelco en la Gran Guerra, que llevaba cinco años enquistada?
1918 había comenzado bien para Alemania. La Revolución Bolchevique (octubre, 1917) había dejado inerme al Ejército ruso y las fuerzas germano-austríacas pudieron avanzar sin resistencia, cesando en sus ataques cuando el Gobierno soviético se avino a firmar el Tratado de Brest-Litovsk (3/3/18), en el que hacía inmensas concesiones a los Imperios Centrales a cambio de poder consolidar la revolución. Berlín y Viena exultaron: la supresión del frente del Este liberaba más de dos millones de soldados que podrían ser utilizados en Francia y en Italia.
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Como aquella situación ya era previsible desde el triunfo bolchevique, el mariscal Erich Ludendorff, jefe alemán en el frente occidental, dispuso las operaciones que llevaría a cabo con las fuerzas retiradas de Rusia. Desde comienzos de 1918, detrajo de allí 3.000 cañones y 800.000 hombres que fueron reorganizados e instruidos en una nueva forma de hacer la guerra. Se trataba de los Sturmtruppen, tropas de asalto, que recibirían nuevos equipos de campaña, sustituyendo el característico pickelhaube (gorro de pico) por el casco de acero, combatirían en pequeños grupos, dotados de un armamento muy potente (subfusil MP.18, lanzallamas, mayor proporción de ametralladoras ligeras MG08/15, fusiles Mauser antitanques, morteros y granadas), cuya misión era infiltrarse en las líneas enemigas después de un bombardeo, dislocarlas desde dentro, penetrar profundamente en su retaguardia, neutralizar sus comunicaciones… en suma, lo que sería la nueva forma de hacer la guerra a partir de 1939.
En la madrugada del 21 de marzo comenzaron a disparar 6.000 cañones, que lanzaron sobre las líneas francobritánicas más de un millón de proyectiles y, a continuación, los Sturmtruppen se lanzaron al asalto, avanzando con asombrosa velocidad. Los alemanes utilizaron 326 aviones, por 261 los aliados, y fue tan intensa la actividad que en dos días aquellos perdieron 25, por 46 de estos. Y también se utilizaron tanques, 25, todos ellos británicos, que fueron reducidos a 9 por los nuevos anticarros alemanes. Al cabo de tres días, el éxito alemán era tan evidente que el Káiser –como se ha visto- se permitió cantar victoria. Esta ofensiva, denominada Michael -primera fase de la llamada “Batalla del Káiser” -que tuvo tres más y se prolongó hasta julio- pretendía romper las líneas aliadas, separando a franceses y británicos, acorralando a estos contra el Canal de la Mancha y echándolos del continente. Luego, con amplia superioridad numérica, imponer a los franceses el armisticio. El problema alemán fue que estudiaron mejor los objetivos tácticos que los estratégicos y al tercer día de lucha, el generalísimo aliado, mariscal Ferdinand Foch, observó que los alemanes ocupaban mucho terreno poco útil, sin atacar Arras, gran nudo de comunicaciones de la zona y clave de la conjunción de las fuerzas aliadas. En consecuencias, reforzó las defensas de la ciudad y la orden del día fue “ni un paso atrás”.
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Dos semanas después, el 5 de abril, el empuje alemán se detuvo. Ludendorff había tomado 3.500 kilómetros cuadrados sin alcanzar su objetivo y a un precio aterrador: medio millón de bajas repartidas entre unos y otros. Pero la gran partida siguió jugándose: el 9 de abril Berlín inició la segunda fase, Operación Georgette, que lanzó al ataque a 300.000 hombres bajo la cobertura de 2.000 cañones. Y, tras un comienzo esperanzador, el intento de ruptura hacia el canal perdió intensidad y se atascó en Ypres, al coste de 300.000 bajas entre ambas partes. Allí perdió Alemania a Manfred von Richthofen, el Barón Rojo, 80 derribos, récord del conflicto.
La retaguardia alemana se agotaba por momentos tras cuatro años de duro racionamiento, de escasez de todo, de familias diezmadas y de esperanzas defraudadas. Los aliados, aunque sus penalidades eran igualmente horribles, estaba menos esquilmados por la escasez y tenían la esperanza de la entrada en fuego de los norteamericanos, que se concentraban en Francia mientras recibían una instrucción acelerada. Los mariscales Hindenburg y Ludendorff, que dirigían la guerra en Alemania, eran conscientes de su falta de tiempo y el 27 de mayo lanzaron la Operación Blücher-Yorck, que atacó más al sur, para embeber en la zona al máximo posible de tropas francesas y, a continuación, girar hacia el oeste, de nuevo hacia el canal: 180.000 hombres apoyados por 3.800 cañones y 600 aviones volvieron a romper el frente francés, pero un mes más tarde se llegó al mismo empate.
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Y, ya en verano, en un desesperado intento de cambiar la situación, comenzó la Operación Gneisenau, que concentró las operaciones en el Marne: de nuevo París estaba amenazada… Los aliados pasaron días muy críticos, pero, finalmente, recibieron una transfusión de sangre fresca y de optimismo: en junio/julio entraron en combate 300.000 soldados norteamericanos, que serían 800.000 al final del verano. Eso, añadido al agotamiento alemán y al de sus aliados, Austria y Turquía, determinó el asombroso vuelco de la situación, que supuso el hundimiento y desaparición de los Imperios Centrales.
Si la Gran Guerra fue toda ella terrible, con mucho el más mortífero conflicto hasta entonces, su último año resultó espeluznante. Las cuatro fases de la Batalla del Káiser (primavera-verano de 1918) ocasionaron 680.000 bajas alemanas y 846.000 aliadas. No fue menos atroz el final: la llamada Ofensiva de los Cien Días (verano-otoño) causó 1.730.000 bajas: 950.000 aliados y 780.000 alemanes. En ese período los norteamericanos fueron los más afectados, probablemente por su baja preparación y enorme entusiasmo: 350.000 bajas, 116.000 de ellas, muertos.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.