Álvaro de Diego | 16 de agosto de 2017
Había nacido en 1898 cerca de Florencia, en Prato, y por obra de unos padres desaprensivos fue confiado a una humilde nodriza y al marido de esta. A veces, la partida de nacimiento no asegura un hogar, pero el desprendimiento de un alemán excéntrico y una toscana altiva alumbraron a Italia uno de sus más geniales periodistas. Kurt Erich Suckert cambió su nombre por el de Curzio Malaparte. Lo hizo con el irrevocable convencimiento de quien lo proclama al mundo para íntimamente asumirlo: «El otro se llamaba Bonaparte y terminó mal; yo me llamo Malaparte y terminaré bien». De ahí el secreto propósito de morder el polvo en Austerlitz para triunfar en Waterloo. De otra forma no se explica el enrolarse en la Legión Extranjera durante la Gran Guerra, marchar sobre Roma con los camisas negras y acabar rompiendo con Mussolini, no sin antes haber pagado la desafección con un destierro en la calcinada costa de Lipari.
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— Librería Mendoza (@LibreriaMendoza) July 19, 2016
En 1957 fallece el escritor, periodista y cineasta italiano Curzio Malaparte, pic.twitter.com/BiKOuVIJZl
Aún tuvo tiempo Malaparte de hacerse perdonar y cubrir como reportero la Segunda Guerra Mundial. Polonia, Finlandia, Rusia o Grecia fueron algunos de los frentes en los que recaló. También proporcionaron savia y músculo a sus dos novelas más provocadoras, las tremendistas Kaputt y La piel. Ambas, en especial la última, reflejan lo más abyecto de la guerra.
En la cartografía vital del genio no hubo más norte que la peripecia ni otro compromiso que el riesgo. ¿Qué podía, por tanto, quedarle tras el holocausto y la ruina al exhibicionista impúdico? ¿Qué haría el «condotiero sin tropa» que, según su biógrafo Maurizio Serra, no tenía más causa que la suya? Una nueva pirueta, por supuesto. El estraperlista perenne, que leía a Homero en griego clásico, había augurado la decadencia de esa Europa que acabó esputando sangre. También acertó con la emergencia de las ideologías de masas. Y tanto una visión como otra le expedían un pasaporte para la China de Mao Tse-Tung. No fue un descubrimiento solo suyo. Años atrás, ya se había producido un verdadero peregrinaje de escritores al gigante rojo. No obstante, lo de Malaparte fue un auténtico enamoramiento. Su espíritu antiburgués derivó en ditirambos a Mao, al que pidió la liberación de los religiosos católicos y protestantes presos desde 1949.
Su flirteo con el marxismo no podía concluir en contrato. El Partido Comunista Italiano era muy ortodoxo para su temperamento. Solo había llegado a él a destiempo y por el peaje de la vanidad y el exhibicionismo. La autopista rápida resultó Vie Nuove, la revista oficialísima del Partido que dirigía una mujer, Maria Antonietta Macciocchi. No obstante, a diferencia de las restantes publicaciones comunistas, esta sacaba bellas mujeres en portada. Temiendo la reacción de los intelectuales con carné, la Macciocchi embargó los artículos de Malaparte hasta diciembre de 1956. Para entonces, este ya se encontraba embarcado en su último periplo. Había volado para Moscú vía Estocolmo el 12 de octubre. Invitado por la Unión de Escritores Soviéticos, se muestra indiferente a su paso por la URSS. Las crónicas del otrora más penetrante analista del mundo soviético apenas responden a una simple faena de aliño.
Pero llega a Pekín en noviembre y la inmensa China se jibariza en Malaparte. Se ha topado de bruces con el comunismo «gentil». Aventado el delirio fascista, enferma de delirio maoísta. Aquel país, a su juicio, incorpora a su tradición milenaria el sentido de la modernidad y el progreso. Quien había cubierto con entusiasmo la guerra de Abisinia se admira ahora ante esta reacción al colonialismo capitalista y occidental. Ha tenido que hacer varios miles de kilómetros para encontrar a un «pueblo de hombres buenos». El esteta cínico, de vuelta de todo salvo de sí mismo, se deja embargar por la ternura. Conociéndolo como se le conoce, es sin duda su «gran salto adelante». La risueña dignidad de los humildes se le antoja similar a la de los «viejos bolcheviques» y primeros cristianos. Nadie comprende lo que escribió apenas dos años antes: «Un pueblo gobernado por un Estado totalitario es como un pueblo de ciclistas: camina con la espalda curvada lanzando patadas hacia abajo».
Tampoco el toscano tendrá tiempo de retractarse. En China se le detecta un carcinoma en los pulmones y vuelve rápidamente a Roma. Desea, pese a todo, morir en casa. Según escribió Montanelli, solo los chinos han logrado embaucarlo y lo devuelven «con la boca enjaulada en una mascarita de gasa». Cumple la última baladronada -solicita la habitación hospitalaria más próxima al montacargas para facilitar luego el traslado de su cadáver- y caen las máscaras. Tras recibir el bautismo, confesarse y comulgar, la muerte le gana la mano definitiva. Tenía cincuenta y nueve años casi recién cumplidos. A fin de cuentas, como sentenció Montanelli, «no estaba hecho para envejecer, y la dentadura postiza le hubiera sentado muy mal».
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.