Javier Arjona | 21 de diciembre de 2017
Hace poco más de dos mil años tuvo lugar un hecho transcendental que cambiaría para siempre la historia del mundo cristiano. En una demostración de amor sin precedentes, Dios se hizo hombre para dar respuesta a la más compleja pregunta sobre la existencia humana: ¿por qué?
En los comienzos de la historia de la Humanidad, las distintas culturas y pueblos antiguos tuvieron una concepción cíclica del tiempo asociada a un renacimiento periódico de su comunidad. Estos momentos se vivían combinando la naturaleza, lo material y la religión de una manera festiva y catártica para marcar un cambio de etapa regenerativo que se iniciaba con fenómenos astronómicos normalmente vinculados con las tareas agrícolas del año.Dios
La crecida anual con la que el Nilo bendecía las cosechas en el Egipto faraónico se iniciaba el 15 de agosto, coincidiendo con el orto helíaco o primera aparición en el horizonte de la estrella Sirio, y la disposición del templo de Abu Simbel fue concebida según una alineación astronómica que hacía que el 20 de febrero y el 20 de octubre los primeros rayos del sol alcanzasen a iluminar las estatuas ubicadas en el sancta sanctorum del templo.
Por su parte, la civilización inca celebraba su fiesta solar del Inti Raymi cada solsticio de invierno del hemisferio sur el día 24 de junio, con danzas, ceremonias y sacrificios en lugares sagrados como la fortaleza de Sacsayhuamán. En la misma línea y en tiempos de la Roma imperial, el 25 de diciembre se celebraba el nacimiento del sol encarnado en el dios Apolo y asociado al solsticio de invierno. Con la llegada del calendario gregoriano en el siglo XVI, esa fecha quedó finalmente ubicada en el 22 de diciembre. Este día, a su vez, estaba precedido de otra serie de festivos conocidos como Saturnales, celebrados en honor a Saturno, dios de la agricultura y las cosechas, y que marcaban la finalización de los trabajos de siembra.
Es precisamente a partir de este periodo festivo del Imperio Romano cuando se establece formalmente por la Iglesia cristiana la fecha del 25 de diciembre para conmemorar el nacimiento de Jesús. Concretamente, en el siglo IV, el papa Liberio decretó la oficialidad de la fecha con el objetivo de facilitar la conversión de fieles que, de esta manera, no dejaban de celebrar una festividad en las mismas fechas que tradicionalmente lo venían haciendo.
Es curioso que incluso en la Hispania romana quedaron ciertas reminiscencias de las Saturnalias paganas y ancestrales, y estas fiestas llegaron a celebrarse en las propias iglesias en un curioso sincretismo antropológico y cultural. Cabe recordar cómo esta fusión cultural está presente en la actualidad en distintas culturas de América Latina, donde la tradición precolombina y la llevada hasta el Nuevo Mundo por los misioneros españoles se mezclaron facilitando el arraigo del cristianismo. En Cuba, por ejemplo, la Virgen de la Caridad del Cobre tiene en Oshun, diosa del amor, la fertilidad y los ríos, un alter ego sincrético de origen africano y asociado a la santería.
Sea como fuere, en el arranque de nuestra era tuvo lugar en la ciudad de Belén el mayor acontecimiento de la historia humana para el mundo cristiano. Las Sagradas Escrituras no señalan la fecha exacta del nacimiento del Hijo de Dios y, realizando un análisis exegético de los Evangelios, se apunta a la posibilidad de que María pudiera haber dado a luz en torno al mes de septiembre, cuando los pastores aún cuidaban sus rebaños al aire libre y seis meses después del nacimiento de Juan el Bautista.
La fecha es, en cualquier caso, el aspecto menos importante de este hecho crucial que cambiará para siempre el devenir del hombre en el mundo. Dios se encarna en María con el objetivo de llevar a la humanidad el mensaje de la salvación a través del amor. El Creador del Universo decide hacerse presente en un pequeño planeta del sistema solar para revelar al hombre la respuesta a una de las grandes preguntas de todos los tiempos, sobre la que reflexionaba Arthur Schawlow, premio Nobel de Física en 1981: «Al encontrase uno frente a frente con las maravillas de la vida y del universo, debe preguntarse por qué y no simplemente cómo«.
El nacimiento de Cristo es, por tanto, la piedra angular del inmenso puzle universal que da sentido a la vida del hombre. El ser humano es la especie protagonista de la Creación, la criatura que Gerard Edelman caracterizaba como la que era ‘consciente de ser consciente’ y la llegada de Jesús al mundo es el momento crucial que nos hace abrir los ojos sobre nuestro papel en esta etapa sobre la Tierra. Dios se hace hombre para demostrarnos su amor incondicional y hacernos partícipes del protagonismo que nos otorga.
Poco importa si conmemoramos este hecho trascendental un día u otro del año o que, finalmente, el 25 de diciembre fuera la fecha designada. Lo realmente importante es que los cristianos recordamos que Dios está presente en nuestras vidas, que somos parte indispensable del proyecto de la Creación y que hemos sido bendecidos con un amor incondicional. Para que fuéramos capaces de entender este complejo misterio, Dios decide encarnarse en una mujer, hacerse presente y demostrarnos de manera empírica, y no solo espiritual, que nos ama por encima de todo.
La Navidad no es otra cosa que la conmemoración anual, a bombo y platillo, de un maravilloso regalo que los cristianos tenemos presente cada día de nuestra existencia. Es el motor de la vida del hombre, la razón de nuestra existencia y el hecho trascendental que da sentido a nuestra corta, cortísima travesía por este mundo como antesala de otro viaje pleno y eterno. El nacimiento de Cristo es la prueba irrefutable de que cada uno de nosotros es único y especial, y así nos lo quiso explicar Dios en un lenguaje inteligible para el ser humano.
Así pues, aparte del Jesús divinizado, existe un Jesús histórico de cuyo nacimiento se tiene constancia en torno al año 4 a.C., cuatro años antes de la fecha que estableció en el siglo VI el monje Dionisio el Exiguo, personaje al que debemos el establecimiento de la era cristiana. El clérigo de origen escita fijó entonces el nacimiento de Cristo en el año 753 desde la fundación de Roma, incurriendo en un pequeño error de cálculo.
Si Jesús nació durante el reinado de Herodes el Grande y, según Flavio Josefo, el rey murió en el año 750 desde la fundación de Roma, necesariamente Cristo tuvo que nacer antes de esa fecha. El Evangelio de Lucas menciona que Jesús tenía treinta años al ser bautizado y se sabe que Juan el Bautista comenzó su ministerio en el año 15 del reinado del emperador Tiberio, que fue el 764 desde la fundación de Roma. Haciendo un sencillo cálculo matemático, Jesús fue bautizado en el año 779 y, por tanto, nació en el 749, cuatro años antes de la fecha calculada por Dionisio el Exiguo.
Nuevamente la importancia de esta fecha, aunque condicionó el calendario de la era cristiana, es relativa en comparación con la trascendencia histórica del hecho en sí. De lo que no cabe duda es de que el nacimiento de Jesús tuvo lugar, como dicen las Escrituras, en Belén de Judá y en tiempos del rey Herodes. Historia y religión, ciencia y fe, se entrelazan de nuevo complementándose para ayudarnos a entender aquello que Santo Tomás definía como ‘los conocimientos verdaderos’ y que no es otra cosa que la respuesta a los grandes misterios de la humanidad, de los que no hay mayor exponente que el nacimiento de Cristo.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.