Cristina Barreiro | 12 de junio de 2017
La información que llegaba a España sobre la Revolución Rusa era escasa y provocó ciertas dudas. Pese a todo, el desarrollo de los acontecimientos llevó a «El Debate» a posicionarse contra la barbarie bolchevique en un significativo editorial titulado: “En plena anarquía”.
Cuando en marzo de 1917 comienza en San Petersburgo la revolución que termina con la Rusia zarista, El Debate ya era un diario solvente. Desde su nacimiento en 1911 como periódico católico, había ido consolidando su espacio entre el amplio número de cabeceras que se disputaban el liderazgo en las tiradas. Y aunque el monárquico ABC era la opción preferida por los lectores, superando a veteranos como La Correspondencia de España o El Imparcial, el rotativo de Ángel Herrera crecía en número de suscriptores. Con redacción y administración en la calle Marqués de Cubas, se vendía a 5 céntimos el número suelto, pero la suscripción era todavía mayoritaria. El impacto de la subida de precio provocada por la carencia de papel y el polémico “anticipo reintegrable” no había llegado todavía a los periódicos.
Formato sábana, se tiraba a seis columnas y, aunque la fotografía era bastante escasa, los espacios publicitarios paliaban el escaso atractivo visual de sus páginas interiores. Claramente “germanófilo” en la Gran Guerra, había conseguido mitigar el impacto de la crisis económica gracias, en parte, a la publicación de mapas bélicos que provocaron una mayor demanda de ejemplares. Eran obra del militar de Alto Estado Mayor –cronista y grafista- Francisco Martín Llorente, quien, con el pseudónimo de Armando Guerra, convirtió El Debate en pionero en el tratamiento infográfico. Pero entre sus firmas más habituales también se encontraban las de Salvador Minguijón, Alberto Jardón, Ramón de Olascoaga, M. de Bofarull, los escritos literarios de Curro Vargas (pseudónimo de Fernando de Urquijo) y el Abate Faría (el popular Agustín Retortillo), encargado de las “crónicas de sociedad”, tan de moda entonces, aun en un periódico de la rigidez doctrinal de El Debate. Y por supuesto, había espacio para el folletón, que firmaba el tradicionalista Domingo Cirili Ventalló.
Cuando llegaron a España los primeros rumores de huelgas en la capital rusa, la Prensa española estaba dividida entre los partidarios de los Imperios Centrales y los aliados: la “neutralidad” parecía estar en peligro. Porque, bajo aparentes “subvenciones” a la Prensa, se escondía el interés manifiesto de las embajadas por hacer valer sus posiciones. Sin embargo, la política nacional atravesaba en aquellos días una situación de crisis tan profunda que nada parecía alterar la preeminencia informativa de los asuntos nacionales en las páginas de los diarios: con las Cortes cerradas desde febrero de 1917, el Ejército en pie de guerra, con las Juntas de Defensa y el regionalismo de Cambó en acción abierta contra el gobierno, las oligarquías políticas parecían ajenas a un sistema que se desintegraba y en el que la caída del gobierno Romanones y el de su sucesor, el también liberal y anterior presidente del Senado Manuel García Prieto hacían evidente el desmoronamiento del modelo político de la Restauración.
El Debate jamás ocultó que subsistían los censos amañados, los caciques provinciales, el encasillado y las presiones oficiales, pero confiaba todavía en la posibilidad de un movimiento “renovador”, capaz de salvar la Monarquía. Sin embargo, la suspensión de las garantías constitucionales y la censura previa redujo la capacidad de los diarios de interpretar las profundas anomalías nacionales. El martes 14 de agosto de 1917, El Debate no pudo salir a la calle por la “anormalidad de las circunstancias” (El Debate, 15 agosto 1917). En el editorial de su reaparición, aludía al movimiento sedicioso y “antipatriótico, revolucionario y antisocial, de una minoría turbulenta”. Porque en esas fechas, España atravesó también su particular proceso revolucionario.
En unos años en los que las noticias estaban fuertemente mediatizadas por los gobiernos de origen, resulta especialmente llamativo comprobar cómo El Debate recibió las primeras informaciones sobre la situación en la que se encontraba San Petersburgo (entonces Petrogrado) vía radiotelegrama, enviado desde la estación británica de Carnarvón. Es de suponer que lo complicado de las comunicaciones, en aquellos días de guerra y trincheras, ralentizase aún más las noticias -poco fiables- a las que se podía tener acceso. El Debate comenzó a hacerse eco de lo que ocurría en Rusia, el martes 13 de marzo -28 de febrero en el calendario ortodoxo- cuando anunciaba que la escasez de alimentos estaba provocando alborotos. Había pasado más de una semana desde el comienzo de los disturbios. El día 14, El Debate habla de una Revolución y de la formación de un “Comité eventual” encargado del gobierno de la nación. Incide, además, en cómo la guarnición imperial hacía “causa común con el pueblo revolucionario”, arrestando a los miembros del antiguo Gabinete. Y aunque reconoce “la voladura de un puente de ferrocarril sobre el río Neva”, inicialmente no resalta mayores incidentes. Pero conforme pasan los días, la situación cambia: la abdicación de Nicolás II ocupa, en un gran titular, el espacio principal de la portada y, el 20 de marzo, El Debate da cuenta de cómo la revolución se extiende por toda Rusia: un ejército desmoralizado, desorganizado, de la división de los revolucionarios, de asaltos y desórdenes.
Llama la atención cómo en las horas iniciales El Debate muestra una línea de opinión un tanto simplista ante la revolución moscovita y, aunque en el primer editorial al respecto, titulado “Síntoma Funesto” (17 de marzo 1917), habla de “catástrofe”, considera el “hambre y la mala administración” como los causantes del desastre. Responde, es de suponer, a las noticias recibidas vía telégrafo de los aliados que, en opinión de El Debate, pintaban la Revolución Rusa como un cambio político -una revolución moderada, democrática y constitucional- “acordado por la Duma, puesto en práctica casi sin perturbaciones y aceptado por el pueblo”. Pero, para El Debate, la situación real era otra. Como manifiesta en el editorial titulado “En plena anarquía” -salido de la mesa de redacción el 22 de marzo y, quizá, uno de los más significativos en la historia del diario-, la Revolución es “el desorden, la sangre, la muerte”. Y conforme a la línea germanófila que venía defendiendo desde el inicio de la Gran Guerra, se ratifica en su juicio de que la revolución influiría fatalmente para la Múltiple; “¡Plegue a Dios constituya el principio del fin!”, leemos. Pero en esto, Herrera y sus hombres se equivocaban.
La movilización decretada por Wilson y la posterior entrada de los “yanquis” en la contienda robó muchos titulares a la formación en Rusia, del gobierno de concentración en el que entraron miembros del comité obrero. Sorprende el silencio que guarda la Prensa española respecto a la llegada de Lenin a la estación de tren de Petrogrado, tras el exilio en Suiza, y su posterior discurso en el Palacio Táuride: ninguna referencia a las “tesis de abril” en las páginas de El Debate y tan solo leves alusiones a la fuerte propaganda antiguerra acometida por los soviets. Quizá por ello llama la atención cómo el 29 de abril El Debate publica que “no se temen los manejos de Lenin”, sino las sorpresas que los aldeanos pudieran dar “absorbidos por la idea del reparto de tierras”. Y ese era, sin duda, el impulso que la revolución necesitaba: desórdenes, constitución de pequeñas repúblicas, deserciones, abandono de armas o municiones y un 1 de mayo festivo “por imposición del Gobierno”, según la sección “Rusia por dentro”, que comenzó a publicarse en El Debate y que recogía telegramas recibidos desde París.
La ofensiva rusa era un desastre y el Gobierno Liov estaba condenado al fracaso. Los rumores de una paz separada comenzaban a hacerse diarios, al tiempo que el fracaso de un levantamiento armado de carácter bolchevique llevaba de nuevo a Lenin al exilio. Las dificultades a las que ahora se enfrentaba el gabinete Kerenski eran evidentes. La anarquía volvía a instalarse en Rusia. Las noticias del golpe Kornilov -antiguo general zarista-, en el mes de agosto, llegaron de nuevo vía Carnarvón y en el telegrama se incidía en el carácter democrático del gobierno. Sin embargo, todo parecía perdido: la desafección de los cadetes, los diferentes planes de autonomías federales, los desórdenes en Odessa o Kiev, pero sobre todo la decisión de los “maximalistas” (que era como la prensa se refería a los bolcheviques) de conquistar el poder destruyeron el embrión de la revolución democrática rusa. Ahora se ponía en marcha un golpe de Estado. ¡Todo el poder a los soviets!, gritó Lenin. El 10 de noviembre, El Debate informaba del encarcelamiento de parte del gobierno y de la promesa de los soviets de terminar la guerra: el ejercito de Kerenski era derrotado y los obreros de la Guardia Roja se unían a la revolución. “Petrogrado está ardiendo”, leemos en portada de El Debate el 18 de noviembre. Después, Lenin disolvió la Asamblea resultante de las elecciones. El líder revolucionario no había hecho la revolución para establecer un régimen democrático, sino para instaurar la dictadura del proletariado.
Las informaciones en la Prensa española continúan siendo confusas. A la falsa noticia de que la gran duquesa Tatiana se había “escapado” de Siberia -en radiotelegrama recibido desde Nueva York-, se unen los primeros rumores sobre el trágico final de la Familia Imperial. El lunes 22 de julio de 1918, en un breve suelto de la segunda página de El Debate, se confirmaba la fatal noticia: Nicolás II había sido asesinado en Ekaterinburgo. Las referencias que se publican sobre la zarina y sus hijos son mentira: sanos y salvos, aunque “se oculta su paradero” (El Debate, 22 julio 1918). En el sótano de la casa Ipatiev, se había sellado el destino de los Romanov. Rusia cabalgaba hacia una guerra civil y un futuro borroso. El bolchevismo era ahora el comunismo. El Debate, inserto como estaba en la difícil realidad española, seguía centrado en la política nacional y en su particular apuesta por el Gobierno de Antonio Maura, como la única solución “posible y patriótica” para España. La Ley de Defensa de Neutralidad cercenó al diario de Ángel Herrera mayores posibilidades de análisis, ante unas circunstancias que se presentaban inciertas.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.