Rafael Sánchez Saus | 03 de abril de 2017
Como resulta frecuente, la recién llegada primavera se ha estrenado con una ola de frío que nos ha recordado, cuando ya habíamos arrumbado el abrigo, lo más recio del invierno. Como acompañamiento natural de lluvias y estornudos, ¿quién no ha despotricado sobre el cambio climático y sus locos efectos? ¿Qué comentarista no se habrá sentido obligado a ilustrarnos, una vez más y con la misma afectada gravedad, de los terribles males que nos esperan ya hiele o haga calor, ya rompan los diques los temporales, ya se agrieten los cimientos de los resecos pantanos?
Y, sin embargo, esta humanidad afligida, que pregunta tantas veces a la historia lo que la historia no puede contestar, no suele recurrir en esta tesitura a los interesantes estudios existentes desde hace décadas sobre la evolución del clima. Estudios cada vez más refinados y fiables sobre cuya plural y, a veces extremadamente compleja, metodología no podemos detenernos aquí. Sin necesidad ni curiosidad para remontarnos a distancias geológicas, sino plena e inmediatamente históricas, ¿qué puede decirse del clima europeo en los últimos mil años?
Lo primero es que, como tendencia general, cabe hablar de ciclos cortos, más cálidos o más fríos, de varias décadas de duración, que se inscriben en otros más largos en los que los caracteres dominantes son más visibles. De este modo, puede afirmarse que desde el siglo VIII y hasta fines del siglo XIII, Europa y sus aledaños se vieron afectados por un ciclo cálido que es conocido como “óptimo climático medieval” o “periodo cálido medieval”. Y a fuer que debió ser cálido, pues las temperaturas medias en Europa se mantuvieron a lo largo de esos siglos entre 1º y 3º por encima de las actuales. Ello explica fenómenos curiosos como la extensión de la vid hacia tierras tan al norte, como es el caso de Inglaterra, o que la inhóspita Groenlandia fuese colonizada en el siglo X por escandinavos que no dudaron en bautizarla con su nombre de Tierra Verde, que es lo que patentemente significa. Pero eso es lo anecdótico.
No es habitual acercarse a la historia para analizar los estudios existentes sobre la evolución del clima a lo largo de los siglos y las consecuencias que este factor provocó
Lo importante es que ese óptimo cálido permitió, entre otros efectos, la gran expansión agrícola europea, la puesta en cultivo de millones y millones de hectáreas a costa de bosques y pantanos y, con ello, la creación de la base económica y demográfica que hizo posible el primer despliegue de nuestra civilización. Curiosamente, ese aumento de las temperaturas no implicó mayores sequías, al menos en España y otros países mediterráneos, y es que la ecuación de períodos generales cálidos con sequías prolongadas, que es lo que instintivamente tendemos a pensar, es falsa.
A este periodo cálido le sucedió, desde el siglo XIV hasta aproximadamente 1850, un ciclo frío que los historiadores llaman la “Pequeña Edad de Hielo”, con fríos máximos hacia 1650, 1770 y 1850. Por supuesto, los glaciares europeos se expandieron entonces hasta esos límites que hoy muchos creen de los tiempos paleolíticos y el frío intenso descendió hasta muy al sur. Por ejemplo, en 1788, y de nuevo en 1789, el Ebro, a su paso por Zaragoza, se mantuvo helado durante quince días seguidos. En conjunto, y sin salir de la Península Ibérica, pueden señalarse cuatro períodos de sucesos catastróficos relacionados con la “Pequeña Edad de Hielo”, situados a mediados del siglo XV, y entre los años 1570–1610, 1769–1800 y 1820–1860. Además de por fríos, heladas y nevadas muy intensos, estos periodos se caracterizaron por la alternancia entre fuertes lluvias y sequías extremadas, así como grandes temporales marinos. Los efectos sobre la agricultura y sobre la vida de los europeos fueron muy duros, como, refiriéndose al siglo XVII, ha puesto de manifiesto la gran y reciente monografía de Geoofrey Parker sobre esa centuria, El siglo maldito.
Las cosas empezaron a mudar, para bien, desde 1850, y en esas estamos todavía hoy, del mismo modo esencialmente misterioso, ya que las causas de estas fluctuaciones, aunque se conocen o sospechan en términos generales, no son siempre evidentes. Entre ellas, la cambiante actividad solar y su no menos cambiante incidencia sobre la superficie terrestre, la existencia de ciclos oceánicos de varias décadas de duración y difícil explicación, la mayor o menor frecuencia e intensidad de erupciones volcánicas, de probada influencia sobre el clima de enormes regiones y, por último, la todavía discutida posible acción antrópica, merced al vertido de gases a la atmósfera.
Según un estudio reciente aparecido en Nature, esa actividad humana, generadora del famoso efecto invernadero, podría haber retrasado en unos 50.000 años la llegada de una nueva Edad de Hielo como las del Pleistoceno, algo que, sin esa acción involuntaria del hombre, debería estar a punto de suceder en función de las actuales condiciones astronómicas. Al parecer, son muchos los que lamentan ese retraso, a juzgar por la aflicción con que los medios pintan el paulatino deshacerse de los modernos glaciares pero, aunque deteste el calor, no seré yo quien me queje de tal cosa. Más bien tiendo a considerarlo un nuevo beneficio que agradecer a mister Ford y a herr Benz. A mi edad, uno ya no aspira, en relación con el clima, a otra cosa que no sea la constatación de lo que el barón de Rotschild aseguró a un pelmazo que lo asediaba para que le revelara algo de sus acreditados saberes sobre el futuro comportamiento de la Bolsa de Londres: -¿Subirá, bajará? No sé, señor mío, lo que puedo decirle es que fluctuará.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.