Guillermo Gortázar | 13 de abril de 2017
La llegada de la Segunda República se benefició del fracaso inmovilista del anterior régimen, pero demostró que un modelo excluyente y alejado de las formas moderadas no consigue asentarse y hacer camino.
Ni en su peor pesadilla, Alfonso XIII pensó que, como resultado de unas elecciones municipales, iba a tener que padecer el exilio. Ni en su más dulce sueño, don Manuel Azaña imaginó que, en dos días, se iba a producir un vacío de poder y convertirse en la piedra angular del nuevo régimen republicano.
Para el advenimiento de la Segunda República, hay que distinguir causas estructurales y causas coyunturales. Las causas estructurales, a la larga, son decisivas. Pero en política no son determinantes si los líderes saben prever, sortear, reencauzar situaciones difíciles. El derrumbamiento de los partidos dinásticos fue que, además de no resolver o reformar los déficits de larga duración del régimen de 1876, manifestados desde 1898, no supieron neutralizar la situación coyuntural del lunes 13 de abril de 1931.
No llevó mucho tiempo que buena parte de España se percatara del carácter sectario, excluyente y agresivo del nuevo régimen. Al mes de proclamada la República, el gobierno provisional demostró una total pasividad ante la quema de iglesias
Entre las primeras causas estructurales, cabe destacar el hecho de que la Constitución de 1876 (hasta ahora, la Constitución que ha permitido el más largo periodo de libertades y parlamentarismo en España) estaba pensada y diseñada para una sociedad rural, atrasada y desmovilizada, en relación a los países de nuestro entorno, salvo Portugal. Al irrumpir en el inicio del siglo XX una nueva sociedad española más moderna, urbana, industrial y políticamente cada vez más movilizada, los procedimientos políticos, el principio de cosoberanía (el rey y las Cortes) y, sobre todo, la representación política en las áreas rurales fueron produciendo un peligroso distanciamiento entre lo más dinámico y moderno de la sociedad española y una clase política anquilosada, acostumbrada al turno pacífico y centrada en sus peleas internas de partido mucho más que en buscar el apoyo del electorado. El Real Decreto de disolución de las Cortes, el caciquismo y el encasillado construían una mayoría parlamentaria que reflejaba normalmente un estado de opinión, pero que carecía de legitimidad de representación en una sociedad urbana más moderna y exigente.
Dada la crisis de los partidos dinásticos con el asesinato del presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, por un terrorista-anarquista y la crisis del partido conservador (campaña contra su líder: “Maura, no”), se imponía abordar cambios en el sistema político en el sentido democrático. En 1913, Maura y Cambó fueron los políticos que advirtieron la necesidad de autentificar el proceso electoral y dar directamente a la opinión el arbitraje de las nuevas mayorías parlamentarias, que Sagasta y Cánovas habían asignado al rey, como era tradicional en España en el siglo XIX. Pero ese proyecto democrático chocaba con la función soberana de la Corona, encargada de interpretar y decidir el momento de la sustitución del partido en el poder, del turno. Apelar a la opinión también chocaba con los notables de los partidos dinásticos, acostumbrados a ejercer el gobierno de modo sistemático cada tres o cuatro años. En 1913, ni el rey estaba dispuesto a proceder a una revisión constitucional de su papel soberano y moderador ni los líderes de los partidos dinásticos interpretaron que fuera necesario cambiar las condiciones del pacto del turno.
Con la revolución armada de 1934, socialistas, anarquistas y comunistas demostraron un concepto patrimonialista de la República que está en la base de la profunda escisión social de los años posteriores
En el mes de julio de 1917, al no existir un impulso en esa dirección, parte de las fuerzas más renovadoras (regionalistas de Cambó, reformistas de Melquíades Álvarez) influida, sin duda, por la experiencia revolucionaria democrática-liberal de Rusia de febrero de 1917, intentaron una reforma constitucional promoviendo una fuerte presión política a través de la Asamblea de Parlamentarios. Un mes antes, se había producido un movimiento militar sedicioso, de contenido reivindicativo, que se expresó por medio de las Juntas de Defensa, que constituía una nueva imposición del ejército al poder civil y con el que Dato tuvo que transigir. En este contexto, en el mes de agosto y bajo estímulo republicano, estalló la Huelga General Revolucionaria de socialistas y anarquistas, que precisó la intervención del ejército.
La conclusión de este período fue que el impulso reformista del sistema a través de la Asamblea de Parlamentarios se disolvió ante el radicalismo y el temor a un movimiento del alcance de la Huelga General que asustó a las clases medias. Además, la experiencia del golpe de estado totalitario de Lenin en San Petersburgo y en Moscú en el mes de octubre indicó a los reformistas de la Asamblea de Parlamentarios los eventuales peligros de la ruptura del orden establecido. Por último, el ejército se había constituido en protagonista y sostenedor del sistema, a la vez que había impuesto las Juntas Militares de Defensa al gobierno constitucional.
Pero el remedio fue peor que la enfermedad. El mayor protagonismo del ejército (sobre todo con la aceptación por parte del rey de la dictadura de Primo de Rivera), lejos de consolidar un régimen parlamentario de libertades, terminó por enterrar el entramado de intereses y organización de los partidos dinásticos. Mientras tanto, entre 1923 y 1930, los partidos de la oposición en el Congreso (reformistas, radicales lerrouxistas, algunos líderes dinásticos, catalanistas, nacionalistas vascos…) pasaron del reformismo dentro de la Constitución al rupturismo republicano.
Y ahora veamos la coyuntura. Puestas así las cosas, el gobierno de los partidos dinásticos, en coalición, que había convocado las elecciones municipales para el 12 de abril no tuvo un plan B, no se planteó previamente lo siguiente: no preguntamos en estas elecciones por un cambio de régimen ni de reforma constitucional, pero ¿qué hacemos si ganamos en número de votos, pero perdemos en concejales en las principales ciudades de España? La improvisación en política tiene consecuencias nefastas. El almirante Aznar, presidente del Consejo de Ministros de S. M. el 13 de abril, en lugar de proclamar la victoria electoral monárquica en toda España, en cuatro capitales de provincia y en la práctica totalidad de pequeños y medianos municipios, respondió a un periodista sobre una posible crisis de gobierno dado el resultado electoral: «¿Que si habrá crisis? ¿Qué más crisis desean ustedes que la de un país que se acuesta monárquico y se despierta republicano?»
El rey, con buen criterio, no quiso ser causa de un enfrentamiento civil y abandonó España y el trono, preservando la institución para cuando, de nuevo, los españoles comprendieran el sentido integrador y de servicio de la Corona.
El mayor protagonismo del ejército, lejos de consolidar un régimen parlamentario de libertades, terminó por enterrar el entramado de intereses y organización de los partidos dinásticos
No llevó mucho tiempo que buena parte de España se percatara del carácter sectario, excluyente y polarizado del nuevo régimen republicano. Al mes de proclamada la Segunda República, el Gobierno provisional demostró una total pasividad ante la quema de iglesias y conventos en Madrid. Poco después, la constitución republicana se ganaba la hostilidad de los católicos (cuando menos, la mitad del electorado) por medio de un artículo 26, que convertía a los católicos en ciudadanos sin derechos, en ilotas, y arruinaba la hacienda y capacidad de subsistencia económica de la Iglesia. Tal cúmulo de torpezas y arbitrariedades determinó que la derecha ganara las elecciones de 1933 y se abriera una oportunidad para la reforma constitucional y un nuevo escenario de consenso republicano. Pero Azaña y la izquierda no admitían cambios, rectificaciones constitucionales por medios legales a través de las urnas.
Con la revolución armada de 1934, socialistas, anarquistas y comunistas demostraron un concepto patrimonialista de la Segunda República que está en la base de la profunda escisión social de los años posteriores. La República fracasó porque la elite republicana, en lugar de intentar la inclusión, las reformas moderadas y progresivas, respetar los sentimientos religiosos de la población e incidir en la educación, como había hecho la III República francesa, eligió un camino jacobino que se deslizaba hacia el Terror y terminó en una guerra civil.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.