Alfonso Bullón de Mendoza | 02 de abril de 2017
Tanto por su faceta de historiador como por el papel que ha jugado en la política española (diputado del PP por Barcelona, responsable de formación de dicho partido y miembro de su comité ejecutivo) -todo ello tras haber pasado por Bandera Roja y el PCE-, Guillermo Gortázar está especialmente cualificado para abordar los temas que se tratan en este interesante libro. El salón de los encuentros es un atípico manual de Historia contemporánea en el que los errores y aciertos del pasado se analizan para tratar de buscar recetas de cara a un futuro que no parece especialmente tranquilizador.
A Gortázar la preocupa la defensa de la libertad en un mundo en el que el crecimiento del Estado parece no tener límite, mal agravado, en el caso español, por la siempre criticada y nunca reformada partitocracia. La libertad está amenazada -en el fondo, siempre lo está- y es necesario ver cómo puede conservarse y ampliarse en un mundo donde “la diferenciación izquierda-derecha se diluye, salvo en temas morales o religiosos, y los líderes políticos de ambas tendencias se asemejan a la hora de sufragar, a modo de un nuevo caciquismo, a millones de personas asistidas.”
“Muchos de los manuales de Historia contemporánea que padecen los estudiantes españoles exhiben una sorprendente exaltación del totalitarismo”, afirma Gortázar, que recoge la fascinación que algunos de sus autores parecen tener por Robespierre y la guillotina, Lenin, Napoleón o Castro, mientras critican duramente el parlamentarismo decimonónico por considerarlo escasamente democrático. El tema es preocupante, pues si la Historia que presentamos como maestra de la vida apuesta por semejantes referentes o busca épocas doradas de la libertad en lugares donde la hubo en grado muy escaso, como ocurre con la Segunda República española, las soluciones que se formulen para los problemas actuales podrían ser liberticidas.
No voy a detenerme en la interesante visión que da Gortázar de la Historia contemporánea, que comparto en su mayor parte, aunque no en lo referente a su entusiasmo por los liberales gaditanos, a quienes considero jacobinos, partidarios de la expansión del Estado y enemigos de la libertad (no creo que Hayek los admitiese en su seno), ni en su optimista consideración de lo que cabía esperar en 1923 del Gobierno de García Prieto. Sí comparto, sin embargo, la visión de que su caída tan solo sirvió para agravar los problemas de España, pues la Dictadura de Primo de Rivera no supo encontrar una salida política a la situación de provisionalidad que ella misma había creado. Pero, como bien plantea Butterfield, “los hombres de 1807 no sabían lo que iban a ocurrir en 1808”, lo que, traducido al caso que nos ocupa, significa que quienes en 1923 quisieron, llenos de buenas intenciones, regenerar la vida política de su país, no podían suponer el funesto resultado de sus acciones, pero tampoco creo que se les pudiera pedir que asistieran de brazos cruzados a la crisis que percibían del sistema -sería como pedir a Gortázar que asistiera impasible a la crisis del sistema actual, cosa que ciertamente no hace-.
Gortázar, que estuvo en la lucha antifranquista cuando tenía sentido, o sea, cuando Franco vivía, cree que el antifranquismo actual es producto de la ausencia de un proyecto político de la izquierda actual. El problema es, sin embargo, que centrar la atención sobre un pasado polémico no es lo mejor para construir una sociedad cohesionada, que es lo que se consiguió con la Transición política y su mito fundacional: la Constitución de 1978, que el autor considera que ha sido peor en su aplicación que en su texto.
A Gortázar la preocupa la defensa de la libertad en un mundo en el que el crecimiento del Estado parece no tener límite, mal agravado, en el caso español, por la siempre criticada y nunca reformada partitocracia
El resultado de la forma en que se ha interpretado ha sido un Estado de partidos, o sea, “una forma oligárquica de gobierno en la que unos pocos partidos políticos acumulan el poder en detrimento de la libertad, la calidad democrática y la representación” y que se consolida a través de políticas de compra de votos con dineros públicos (al menos, en la Restauración la gente se rascaba su propio bolsillo). La escasa capacidad de supervisión, debido a la inexistencia real de la división de poderes, lleva a una corrupción que, por generalizada, da la impresión de sistémica.
Entre las soluciones que Gortázar sugiere para paliar el problema, sitúa, en primer lugar, el cambio de la circunscripción electoral que, si pasara de la provincia al distrito, haría que el diputado fuera realmente representante de sus electores y no un mandado del partido, algo que le daría mayor libertad. En su opinión: “Los cuatro últimos presidentes del gobierno han elegido, en el discurrir del camino constitucional, la senda de la perdición en lugar del camino de la virtud. Estos cuatro presidentes, por acción o por omisión, han deteriorado la calidad de la democracia, anulado la división de poderes, depreciado el principio esencial de la representación, han limitado la democracia interna de los partidos con la eliminación de todos los controles sobre los dirigentes con el resultado de una corrupción sistémica que ha terminado por hartar a buena parte del electorado de todas las tendencias”, con el resultado que todos conocemos: el auge del populismo que, aunque puede ser certero en parte de su diagnóstico, “es lo peor que le puede pasar a España porque en lugar de resolver los problemas los va a agudizar.”
Para evitarlo, concluye la obra, habría que volver a la Constitución, pero eligiendo el camino de la virtud, o sea, con menor atribuciones de los partidos y mayor protagonismo de la ciudadanía. Y, para ello, no faltan elementos pues, como destaca Gortázar, “en España, al igual que en 1975, hay una amplia mayoría de ciudadanos más partidarios de la reforma que de la ruptura.”
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.